El discurso de Luiz Inácio Lula da Silva sobre la relatividad del concepto de democracia causó un intenso debate en las redes sociales y en los medios de comunicación. Las posiciones fueron diferentes entre sí y se mezclaron todo tipo de argumentos para defender o atacar una idea universal de democracia.
Desde una perspectiva filosófica, la discusión es interminable. En última instancia, estamos hablando de conceptos y no de objetos, por lo que es imposible llegar a una conclusión definitiva e inapelable. Pero desde el punto de vista de las ciencias sociales y políticas, existe un consenso establecido sobre lo que significa la democracia y su universalidad.
La ciencia política, a través de autores como Robert Dahl, Norberto Bobbio, Adam Przeworski y otros, coincide en un punto básico: la democracia es un régimen político en el que la oposición tiene la posibilidad de ganar las elecciones.
En el plano político, las Naciones Unidas han contribuido a difundir una noción universal de democracia, consolidada a través de protocolos y pactos que protegen derechos también considerados universales. Es el caso del Protocolo sobre Derechos Civiles y Políticos, del que son signatarios tanto Brasil como Venezuela.
La Comisión de Derechos Humanos declaró en 2022, en su resolución 46, que los elementos básicos de la democracia comprenden: a. Elecciones periódicas libres y justas; b. Existencia de medios de comunicación libres, independientes y pluralistas; c. Respeto de los derechos humanos fundamentales y de las libertades fundamentales, entre otros. Ninguno de estos principios puede verificarse hoy en Venezuela.
Cuando analizamos las elecciones de ese país, sí, han sido numerosas, pero con cada elección, las irregularidades han aumentado. Tanto Hugo Chávez como Nicolás Maduro corrompieron los procesos electorales antes, durante y después.
Antes de las elecciones, el Gobierno abusa de los recursos del Estado, utiliza milicianos para impedir que la oposición haga campaña en los barrios populares, inhabilita a candidatos y partidos políticos, y amenaza o coacciona a los equipos logísticos de los candidatos. El mes pasado vimos cómo golpeaban a Henrique Capriles (centro-izquierda) cuando visitaba una barriada del interior del país y cómo la policía detenía a la persona que alquiló el equipo de sonido para que María Corina Machado (centro-derecha) hablara en un mitin. Estos no son los primeros casos.
El Gobierno utiliza las inhabilitaciones políticas para impedir que la población pueda elegir a los candidatos de su preferencia, pero esto no solo le ocurre a la oposición política tradicional. En las elecciones a gobernador y alcalde de 2021, el Partido Comunista de Venezuela, aliado del Gobierno desde hace mucho tiempo, sufrió 14 inhabilitaciones de este tipo para impedirle que se presentara por separado en algunos municipios, y fragmentar la estrecha base electoral del Gobierno.
Durante las elecciones, el Gobierno amenaza a los votantes con excluirlos de las políticas sociales y utiliza a activistas y milicianos para controlar el voto de la gente y asegurar que voten «correctamente».
Y después de las elecciones, incluso cuando gana la oposición, el Gobierno, a través de los tribunales o de la Fiscalía General, inhabilita a los ganadores, impidiéndoles tomar posesión de sus cargos, tal como ocurrió en 2016 con tres diputados indígenas o en 2021 con el ganador de las elecciones a gobernador del estado Barinas (suroeste de Venezuela). A veces, el Gobierno simplemente les quita recursos y competencias a los gobernadores opositores, como en el caso del Zulia (noroeste del país). Todo ello, cuando los votos no son inventados, como ocurrió en 2017, según denunció Smartmatic, la empresa responsable del software y las máquinas de votación en el país.
Si nos fijamos en la situación de los medios de comunicación en Venezuela, el panorama no es menos desalentador. Los periódicos y canales privados apenas pueden sobrevivir bajo una gran presión económica y siempre que eviten la crítica política. El año pasado se cerraron 78 emisoras de radio sin que nadie supiera por qué. Los observadores de la Unión Europea que supervisaron las elecciones de 2021 señalaron que «algunos medios de comunicación optan por no facilitar información para evitar problemas políticos».
Los interlocutores de las Misiones de Observación Electoral de la UE informaron de autocensura en 21 estados y del cambio de línea editorial de algunos medios como consecuencia de presiones políticas en 13 estados.
La situación de otros derechos humanos es aún más dramática. El Gobierno venezolano es el primer país de América Latina con una investigación abierta en la Corte Penal Internacional por haber cometido crímenes de lesa humanidad, es decir, torturas, asesinatos y violaciones, entre otros.
Los casos de tortura han sido documentados por Amnistía Internacional, Human Rights Watch y organismos de la ONU como la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos. A día de hoy, según la ONG venezolana Foro Penal, sigue habiendo más de 200 presos políticos en el país. La arbitrariedad llega a niveles tan absurdos que, aunque un tribunal dicte una sentencia de excarcelación, la persona puede seguir encarcelada por decisión del director de la prisión.
La violación sistemática de los derechos humanos no solo afecta a quienes se organizan políticamente. El derecho de huelga está eliminado de facto y muchos dirigentes sindicales son encarcelados o asesinados. Las poblaciones indígenas sufren la destrucción de su territorio por la minería patrocinada por el Gobierno, así como amenazas y acoso si protestan públicamente.
No es casualidad que los más importantes indicadores internacionales de democracia, como V-Dem, Freedom House y The Economist Index, coincidan en tildar a Venezuela de régimen autoritario. En otras palabras, una dictadura.
El hecho de que Venezuela sea una dictadura es un consenso coherente con el concepto de democracia adoptado por la mayoría de las naciones defensoras de los derechos humanos e investigadores. Y este consenso no es una cuestión puramente técnica, sino también histórica.
Una de las mayores tragedias del siglo pasado fue que los líderes e intelectuales que cuestionaron la legitimidad de la democracia «liberal» fueron encarcelados o asesinados por las democracias «populares», «radicales» u «obreras» que ayudaron a construir.
Las lecciones del siglo XX y el valor universal de los derechos no deben caer en el olvido.
Autor
Sociólogo por la Universidad Central de Venezuela. Especializado en Políticas Públicas para la Igualdad por CLACSO. Magíster en Ciencias Sociales por la Universidad Federal de Santa Maria (Brasil).