La democracia ya no muere con tanques en las calles, sino a manos de autoridades electas o instituciones capturadas. Lo que antes eran rupturas abruptas, hoy se manifiesta como una erosión silenciosa y progresiva: una «muerte lenta», según describen diversos autores la deriva democrática global. Así, desde dentro del sistema democrático se socava el pacto republicano, se minan contrapesos institucionales, se suprimen libertades y persiguen opositores, todo con fachada de legalidad.
Las recientes elecciones en Ecuador, en que Daniel Noboa fue reelecto con 55,6 % de los votos frente a Luisa González (44,4 %) de Revolución Ciudadana, ilustran esta deriva. En concreto, la organización de los comicios evidenció que la cooptación de los árbitros electorales por uno de los candidatos vuelve ficticia la competencia equitativa por acceder al poder. El problema es mayor cuando dicho candidato es a la vez presidente, heredero de una de las más grandes fortunas del país y jefe de las Fuerzas Armadas en medio de una declaratoria de “guerra interna” contra el narcotráfico. Noboa usó todas esas prerrogativas en campaña. En tales condiciones, en lugar de operar como el momento más alto de la democracia, los comicios solo ratifican el poderío previo de líderes abusivos.
Seis elementos ilustran la distorsión de la competencia democrática en Ecuador.
En primer lugar, aunque el personal del Consejo Nacional Electoral (CNE) ha sido bien valorado por sus capacidades técnicas -entre 2021 y 2024 la institución condujo cuatro eventos electorales a nivel nacional-, la desinstitucionalización estatal y las políticas de austeridad vigentes desde 2018 han mermado su eficacia y autonomía.
A la vez, en un entorno de polarización intensa, la cúpula del CNE —cinco consejeros— dejó de actuar como árbitro imparcial y se alineó con el gobierno. La llegada de Noboa a la presidencia en 2023 aceleró tal tendencia. Su orden de asaltar la Embajada de México en abril de 2024 fue una señal de fuerza que precedió el alineamiento del conjunto de las instituciones. En la coyuntura electoral, la cooptación del CNE quedó develada cuando no exigió al presidente la licencia obligatoria para buscar la reelección, como fijan el Código de la Democracia y la Constitución. Durante la campaña, además, el organismo se mostró complaciente frente a las transgresiones del oficialismo: uso de recursos públicos con fines proselitistas, cancelación del voto migrante en Venezuela, y reformas ad hoc como la prohibición del uso de celulares durante la votación, basada en un informe policial secreto.
En este marco de captura institucional, otras agencias como el Tribunal Contencioso Electoral o la Fiscalía General han sido empleadas para intimidar o borrar del juego electoral a actores de oposición. La temprana inhabilitación de Jan Topic -principal contendor de Noboa en el campo de la derecha- fue paradigmática al respecto.
En cuarto lugar, el gobierno movió cerca de 518 millones de dólares en semanas previas al balotaje. Lo hizo, de modo imprevisto, al poner en marcha 14 bonos focalizados en diferentes segmentos del electorado. Según diversos testimonios, funcionarios públicos insinuaron que la ayuda continuaría si el presidente era reelecto. El condicionamiento económico del voto, viejo mecanismo clientelar, fue explícito.
Simultáneamente, medios públicos y privados se alinearon con la campaña del presidente: 65% de la información monitoreada fue propaganda oficial, según la Misión de Observación Electoral de la Unión Europea. Aquello revela un uso indebido de recursos públicos y una ventaja mediática desproporcionada. La OEA expresó también su preocupación por la mediatización de las operaciones de seguridad. En concreto, Erik Prince, ex CEO de Blackwater —mercenario condenado judicialmente y contratado por Noboa— hizo públicas críticas a la candidata opositora aprovechando su figuración noticiosa.
Por último, y evidenciando que la “guerra interna” no es solo retórica, las Fuerzas Armadas intervinieron en el proceso electoral. Arrogándose funciones de interpretación normativa, respaldaron la decisión de Noboa de no pedir licencia. La OEA denunció, además, comunicados castrenses de tono político —llamados a “defender la libertad” como “guardianes de la patria”— y recogió alertas sobre la existencia de un control electoral paralelo en sus manos.
El poder militar se expandió con el decreto de “conflicto armado interno” en enero de 2024. Un Estado de excepción casi permanente -35 de los 40 meses de gobierno de Noboa, hasta abril 2025, transcurrieron bajo esa condición- enmarca, desde entonces, la militarización de la seguridad. La gobernabilidad es ahora indisociable de la imagen de Noboa como hombre fuerte, de su acuerdo con las Fuerzas Armadas y de una política de miedo que desmoviliza la sociedad. Los controles civiles sobre los militares están diluidos y se han normalizado las violaciones a los derechos humanos en territorios marginados y racializados.
A la vez, de modo usualmente arbitrario, opositores de diverso signo son asociados a la mafia o vinculados a acciones terroristas. La Revolución Ciudadana, el movimiento indígena o luchadores anti-mineros son blancos predilectos de tales operaciones. El pluralismo, la disidencia popular y el Estado de derecho están vulnerados. Un día antes del balotaje, el ejecutivo decretó otro Estado de excepción. Los gestos intimidantes del poder atravesaron de principio a fin el juego electoral: ¿elige realmente en libertad una sociedad atemorizada?
En tal entorno, todo indica que la deriva autocrática del Ecuador se reforzará en los próximos años. De hecho, aún antes de su posesión, Noboa envió a la Asamblea Nacional -también bajo su control- un proyecto de Ley “Económica” urgente que, bajo excusa de combatir las economías criminales, pretende reforzar la militarización y crear un marco de impunidad para los agentes estatales que violan derechos humanos.
Diversas organizaciones civiles hablan ya de “terrorismo de Estado” mientras otras advierten de la bukelización del país. Entre otros temas, se proponen diversas reformas para autorizar allanamientos, incautaciones y detenciones sin orden judicial previa; prisión preventiva obligatoria; procesos penales exprés; indultos a miembros de la fuerza pública; debilitamiento de los controles civiles a las Fuerzas Armadas; facultades presidenciales especiales para tomar medidas económicas, militares y represivas sin contrapesos democráticos.
Así, aupado en el amplio apoyo electoral obtenido en unas elecciones realizadas en un contexto desigualmente estructural y poco transparente, Noboa hace del supuesto combate a la inseguridad la vía más rápida para legalizar un régimen autoritario y sofocar toda garantía jurídica a la guerra sucia ya en curso en el país.