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Entre la soberanía y el silencio: las contradicciones de América Latina ante la crisis venezolana

América Latina se enfrenta a su propia contradicción: condena la injerencia externa en Venezuela, pero guarda silencio ante el autoritarismo y la crisis democrática dentro del país.

Las tensiones entre Estados Unidos y Venezuela no son una novedad. Desde la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, Caracas inició un proceso de distanciamiento entre los países que se consolidó tras el fallido golpe de Estado del año 2002. En aquel momento, el gobierno venezolano acusó a Estados Unidos de haber apoyado la asonada, y Washington fue uno de los pocos países que reconoció brevemente al empresario Pedro Carmona como jefe de Estado.

Un constante deterioro de las relaciones

De ahí en adelante, la relación bilateral se ha deteriorado de manera constante. En los últimos 25 años ha habido expulsiones de embajadores, cierre de sedes diplomáticas y una retórica cada vez más hostil. A este deterioro contribuye tanto el historial intervencionista de Estados Unidos en América Latina como la importancia que el antiimperialismo tiene en la identidad de la izquierda regional, de la cual el movimiento chavista forma parte.

Es decir, el rechazo a Washington no es solo una reacción histórica, sino que también funciona como elemento movilizador para los proyectos políticos a los que les es útil crear un enemigo externo al que responsabilizar por sus problemas y con el que cohesionar a su base política.

En este contexto, durante las últimas dos décadas y media, los anuncios sobre una inminente intervención estadounidense en Venezuela se han vuelto recurrentes. Como en la fábula de Pedro y el lobo, la repetición ha generado escepticismo en la población: muchos dudan que el “lobo” vaya a llegar. Pero esta semana, una publicación del New York Times sobre la autorización del presidente Donald Trump a la CIA para actuar en territorio venezolano volvió a encender las alarmas en la región.

Hace apenas unos meses, algunos periodistas creían que un periodo de distensión se estaba instalando en la relación bilateral (marcado por el alivio parcial de las sanciones petroleras y la repatriación de migrantes venezolanos), pero tan impredecible como son las decisiones de Trump, la situación ha escalado peligrosamente. La Casa Blanca ha endurecido su discurso, ha acusado al régimen de Nicolás Maduro de narcotráfico y ha bombardeado embarcaciones de presuntos traficantes venezolanos.

¿Podría producirse una intervención militar real? 

No está claro. Más allá de la retórica, resulta difícil identificar un beneficio político para Trump en una operación de este tipo: tanto la opinión pública estadounidense como algunos de sus aliados son reacios a nuevas guerras y al gasto en el exterior. De hecho, la filtración al New York Times podría ser una maniobra calculada para aumentar la presión psicológica sobre la coalición de Maduro, similar a la famosa nota de John Bolton en 2019  (“5,000 troops to Colombia”) durante el anterior ciclo de tensiones.

Una acción armada estadounidense tendría consecuencias profundas: desataría el rechazo regional y vulneraría el derecho internacional. Pero también plantea una pregunta incómoda: ¿cómo podría la región condenar una intervención extranjera, y a la vez seguir siendo pasiva ante el colapso democrático en Venezuela?

Sobran evidencias sobre la ruptura del orden constitucional venezolano. Las violaciones a derechos humanos (que incluyen la desaparición, las torturas y la violencia sexual) han sido extensamente documentas por ONG de reconocida trayectoria y por la propia ONU. Además, Venezuela es el primer país de la región con una investigación abierta por delitos de lesa humanidad en la Corte Penal Internacional.

Si Estados Unidos ejecutara una acción armada unilateral, los representantes regionales alzarían la voz legitimamente por las presiones que esa acción podría causar en sus fronteras. Sin embargo, muchos de esos actores han sido mucho menos vigorosos a la hora de criticar la política económica depredadora que Maduro instaló para mantenerse en el poder y que ha causado la extensa migración de venezolanos que continúa hasta el día de hoy.

Muchos líderes criticarán con razón la violación de la soberanía de los países. Pero han dicho muy poco sobre acciones violatorias de la soberanía cometidas por el gobierno venezolano, como el asesinato del Teniente Ojeda en Chile, o el secuestro de opositores en territorio colombiano. Hace tan solo unos días, dos activistas venezolanos exiliados en Bogotá fueron baleados. Estos hechos apenas han tenido repercusión mediática y el propio presidente de Colombia ha sido más discreto ante ellos que ante otros asuntos de carácter internacional.

La paradoja es evidente: América Latina rechaza la injerencia, pero rara vez actúa frente a los autoritarismos que nacen dentro de sus propias fronteras y contra los que se han comprometido actuar en documentos como la Carta Democrática de la OEA donde se “reconoce que la democracia representativa es indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región”. La mejor vía para evitar la violencia interna y externa sobre la región es retomar una agenda fuerte y efectiva en defensa de la democracia. Parafraseando una frase célebre del ex presidente venezolano Rafael Caldera: “es difícil pedirle a un pueblo que se inmole por la soberanía cuando siente que esa soberanía no le da de comer ni le garantiza el respeto a su vida”.

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Sociólogo por la Universidad Central de Venezuela. Especializado en Políticas Públicas para la Igualdad por CLACSO. Magíster en Ciencias Sociales por la Universidad Federal de Santa Maria (Brasil).

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