En la mañana de la inauguración de la presidencia de Joe Biden, el flamante presidente espetó la famosa frase que guiaría la nueva política exterior de los Estados Unidos: “Estamos de regreso”. Es decir, de regreso después de la larga y caótica presidencia del mandatario Donald Trump; de regreso al orden internacional liberal; de regreso a la Convención sobre el Cambio Climático, a la Organización Mundial de la Salud y al Consejo de Derechos Humanos, a la diplomacia, al diálogo y al uso de la argumentación racional, pausada y pensada. De regreso al foro multilateral.
Desde entonces, esa idea se ha mantenido, lo cual no significa que haya habido necesariamente una ruptura total con las iniciativas de su predecesor. Se mantuvo, por ejemplo, la idea de retirarse de Afganistán y, sobre todo, se siguió elevando el tono de confrontación con la gran potencia emergente: China. De hecho, esos dos elementos estaban, de algún modo, correlacionados, pues una de las razones del retiro en Afganistán fue que su presencia allí consumía recursos que deberían ser usados para enfrentar las verdaderas amenazas estratégicas. Entre ellas, la gran potencia asiática.
Pero donde más se sintió el “retorno” fue en el eje del Atlántico Norte. El diálogo entre europeos y estadounidenses fue rápidamente recuperando fuerza y los viejos aliados volvieron a confiar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y en la mancomunidad que unía a las democracias liberales de los países occidentales. También se recuperó la alianza con los socios estratégicos del Pacífico. Japón, Corea del Sur, Australia, e inclusive la India, acudieron al llamado de Estados Unidos para fortalecer su propia mancomunidad en el este y mantener un frente más combativo contra las ambiciones geopolíticas de China.
La guerra en Ucrania y las relaciones internacionales
Cuando estalló la guerra en Ucrania, la invasión de Rusia fue condenada por un gran número de Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La administración Biden pensó que la noción de salvaguardar el orden internacional liberal, basado en reglas establecidas, comprendería a un número mucho mayor de naciones. Sin embargo, el éxito fue parcial. Los países condenaron la acción unilateral de Rusia, claramente violatoria del derecho internacional, pero no estaban dispuestos a seguir la senda propuesta por el Gobierno estadounidense.
El exitoso rencuentro del eje del Atlántico Norte y el restablecimiento de las alianzas en el Pacífico no hallaron parangón en el sur global. Los países en vías de desarrollo han sido reticentes a enlistarse en una postura más agresiva con respecto a la invasión rusa, en parte porque entendieron que, de hacerlo, se distanciarían de la nueva potencia mundial, China. Muchos Gobiernos perciben la nueva confrontación de las potencias como una reedición de la Guerra Fría y se rehúsan a formar parte de esa lógica. Por ello, han tomado distancia, tratando de mantener buenas relaciones con todos y evitando enemistarse con cualquiera de las partes.
Ese fue el mensaje en la Cumbre de las Américas en Los Ángeles y en el encuentro de alto nivel con jefes de Estado africanos en Washington D. C. Esto también se dejó entrever en la reunión del G20 y en los diálogos con la India. En todos estos eventos se coincidió en clamar por la paz, de forma genérica y, así, librar a los países en vías de desarrollo de las calamidades por la suba de precios.
La posición de América Latina
América Latina, en general, se acopló al posicionamiento del sur global. Inclusive ha surgido la reflexión sobre el no alineamiento activo y se ha intentado recuperar algunos de los postulados del movimiento de los no alineados de la época de la Guerra Fría. Esa posición tiene pros y contras. Los pros son que la región no puede emular a Estados Unidos en su fuerte competencia con China ni romper vínculos con Rusia. Los países argumentan que tienen autonomía y soberanía para tomar decisiones, y priorizan la neutralidad para poder seguir manteniendo relaciones comerciales, inversiones directas y alternativas financieras, sobre todo con China. Hay que tener en cuenta que muchos países suramericanos tienen como principal socio comercial a China.
Los aspectos negativos de ese “no alineamiento” tienen que ver con el reducido espacio que esta estrategia deja para la conducción de una política exterior desde posiciones más principistas. Es cierto que el no alineamiento valora la soberanía y autonomía de los países del sur, pero, al mismo tiempo, establece una equivalencia entre las potencias mundiales que invisibiliza diferencias que están relacionadas con principios democráticos, libertades y derechos fundamentales. Desde esa perspectiva no es lo mismo Estados Unidos y China, ni Rusia y la Unión Europea. Entre estas potencias, hay diferencias en términos de la posibilidad de elegir a los gobernantes, exigir rendiciones de cuentas, manifestarse y protestar de manera pacífica, libertad de prensa, de expresión o de reivindicación de derechos.
Estos son principios que en la región han sido ganados con el sufrimiento de generaciones de latinoamericanos. Por ello, la ausencia de estos no debería ser pasada por alto en pos de un realismo político basado en la conveniencia. Los Gobiernos de la región deben hacer un esfuerzo por encontrar el equilibrio entre mantener la autonomía sin dejar de expresar de forma clara la defensa de la libertad y el derecho ante la comunidad internacional.
Autor
Cientista político, profesor del Programa de FLACSO en Paraguay y consultor en planificación estratégica. Fue director regional para A. Latina y el Caribe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). Magister en Ciencias Políticas por FLACSO–México.