Se escucha y se lee mucho en estos días sobre el concepto de daño antropológico. Esta noción describiría el daño profundo que habría causado el chavismo en sus 25 años de dominación sobre los venezolanos. El concepto es de un analista cubano, Dagoberto Valdés. Pretende explicar ciertos comportamientos de sus compatriotas sometidos al largo calvario de la revolución comunista. Valdés resume el daño antropológico así: “El debilitamiento, lesión o quebranto de lo esencial de la persona humana”.
¿Tiene algún fundamento este concepto? ¿Sirve para entender las situaciones de dominación que se viven en Cuba y Venezuela? Si nos detenemos en la definición del autor cubano, veremos que él apela a una “esencia humana” que, por contraste con su debilitamiento, lesión o quebranto, sería originalmente “buena”. Es decir, los cubanos o los venezolanos antes de la era revolucionaria habrían sido muy buenos en el sentido moral, pero fueron pervertidos por los regímenes totalitarios o autoritarios que se viven en Cuba (ya hace 65 años) y en Venezuela (un cuarto de siglo).
¿Es cierto esto? No. Ni Cuba ni Venezuela eran paraísos morales antes de sus respectivas disrupciones sociopolíticas, ni tampoco eran el infierno. Eran sociedades con sus momentos virtuosos y sus momentos oscuros. En todo caso, lo que Valdés pretendió calificar como daño antropológico (una especie de corrupción del ADN moral y psíquico de los cubanos) no es producto de las perversiones inducidas por su régimen corrupto y corruptor. Sería más bien el resultado de una combinación de técnicas de exacerbación de las miserias humanas (que usan los regímenes tiránicos) y de los rasgos propios de la sociedad cubana pre-fidelista. Antropológicamente el ser humano tiene tendencias buenas y malas que estaban allí mucho antes de que llegaran al poder los comunistas cubanos o los chavistas venezolanos.
Lo venezolano del chavismo
El chavismo es una expresión sociopolítica y cultural muy venezolana. Hugo Chávez, la cúpula chavista y sus seguidores (los de antes y los de ahora, muy reducidos) fueron y son venezolanos, no extraterrestres. Ese es el sustrato que genera un movimiento político con taras muy reconocidas en la psique colectiva venezolana. Una de ellas, tan antigua como las guerras civiles desde la independencia hasta las guerrillas de los años 60 del siglo XX, es el resentimiento, como bien lo ha mostrado Carlos Lizarralde en su ensayo Venezuela’s collapse: The long story of how things fell apart (2024).
Si el resentimiento es el motivador del surgimiento chavista, su complemento perfecto es la violencia, otra característica de la historia venezolana. La irrupción de Chávez en la escena pública fue con la violencia del 4 de febrero de 1992, seguida por la violencia de noviembre de ese mismo año. Después vendrían otros episodios violentos como el 11 de abril de 2002 con su lamentable saldo de muertos, y una serie de asesinatos políticos fuera y dentro del mismo chavismo. También se debe considerar aquí la gran ola de delincuencia que tuvo episodios de convergencia entre criminalidad y control político-social desde los tiempos de Chávez. No se puede tampoco olvidar la reciente violencia policial y militar contra manifestantes y opositores después de las elecciones del 28 de julio. Todo es parte del mismo sustrato antropológico de la sociedad venezolana, su autoritarismo casi congénito y su correspondiente violencia ejercida desde el poder formal del estado y de las bandas irregulares, criminales o guerrilleras.
¿La corrupción? Es otra característica de la sociedad venezolana desde que se consolidó el colectivo que después sería el estado-nación conocido como Venezuela. El chavismo ha construido sobre ese sustrato la etapa más corrupta en la historia de Venezuela. Pero no lo ha hecho produciendo “daño antropológico”, sino exacerbando la base histórico-social corrupta que ya estaba allí.
Valdés apunta que el miedo y la sumisión son parte del daño antropológico inducido por estos regímenes autoritarios. Sin embargo, es bueno acudir a la evidencia histórica para saber que, en Venezuela, la misma sociedad del “pueblo” resentido y respondón, también hemos asistido a momentos en que la sociedad ha preferido el silencio cauto y la aparente sumisión para evitar ser objeto de represión y persecución. ¿Cómo entonces se podría explicar que el pueblo mayoritario que votó por primera vez en elecciones directas y universales para elegir al escritor Rómulo Gallegos como presidente, en diciembre de 1947, no moviera ni un dedo para protestar por el golpe militar contra el autor de Doña Bárbara que se diera solo unos meses después en 1948? El miedo siempre ha estado allí. El chavismo ha sabido cómo generarlo y lograr sumisión.
Podríamos también considerar una característica muy venezolana que tiene que ver con el humor y con el cinismo, incluso en momentos muy difíciles. He unido los dos rasgos (humor y cinismo), pues no se pueden disociar. Reírse de la tragedia es, en alguna medida, saludable. Un cierto cinismo frente al poder y los poderosos también es deseable. Pero hay un lado perverso en el humor y en el cinismo. Probablemente la muestra más clara es la reciente declaración del adelanto de la Navidad a partir de octubre por parte de Nicolás Maduro ante una población mayoritariamente depauperada. El cinismo de la alegría artificial decretada es la manifestación más clara del poderoso que se burla de la mayoría sufriente, un goce cruel del dictador y su entorno.
¿Modificar el sustrato antropológico?
Esta pregunta no sirve para mucho, ya que no parto de la falacia del supuesto daño antropológico, sino del reconocimiento de que la gran mayoría de los rasgos problemáticos del venezolano siempre han estado allí. Entonces, ¿se debe ir a la raíz de estas características para modificarlas? Tampoco estoy seguro de que eso sea posible. Eso requeriría una generalización absurda (hay de todo en la viña del Señor), y si se pudiera hacer, requeriría un gran plan de ingeniería social que sería peor que la propia sumisión comunista o chavista.
Probablemente el cambio más significativo que ha producido el chavismo en la sociedad venezolana sea la gran emigración de millones de sus ciudadanos repartidos ahora por el mundo. Y más que daño antropológico, lo que la emigración de millones de venezolanos ha producido es una conciencia del desarraigo y de ser parte de una diáspora alejada del terruño natal.
Un buen amigo me preguntó qué podrían aprender los venezolanos de la experiencia judía del exilio. Mi respuesta fue que era difícil que pudieran aprender algo los venezolanos de la vivencia del destierro masivo que es bastante reciente en su corta historia como nación. El pueblo judío ha vivido siglos de exilio. Su conciencia está marcada por el trauma del destierro y por el deseo de redimirse para superar el exilio territorial y espiritual. Lo único que un judío le podría enseñar a un venezolano es que desde el exilio se pueden forjar vínculos de solidaridad. No es cosa fácil para desterrados que ahora (como los venezolanos) tienen que pensar en su supervivencia individual y de sus familias, las que salieron y las que se quedaron en el país.
Probablemente más importante que el exilio sea la conciencia de tener un patrimonio común, inmaterial, trascendente, pero eso no es tan evidente para una nación joven como la venezolana. Habrá solidaridad mientras los venezolanos se consideren un colectivo que merece conservar su patrimonio inmaterial incluso fuera de sus fronteras.
Autor
Profesor del Departamento de Comunicación de la Universidad de Ottawa. Consultor en comunicación y salud, gestión de crisis y responsabilidad social corporativa. Doctor por la Universidad de Montreal.