Pocos problemas sociales han generado tanta información e indicadores como la pandemia del COVID-19 y su gestión. Pese a ello, no resulta sencillo aportar evidencias definitivas sobre éxitos o fracasos de las políticas adoptadas para controlar o reducir sus consecuencias. En primer lugar, porque la pandemia aún no terminó y sus diferentes olas muestran que en algunos países aparentemente “exitosos”, los resultados resultaron ser efímeros cuando una nueva cepa los hizo retroceder en los rankings que dan cuenta de los avatares de esta guerra sanitaria. Y en segundo lugar, porque ciertos factores geográficos, demográficos, culturales y hasta étnicos, podrían explicar éxitos comparativamente mayores, sin que el resultado haya dependido necesaria o principalmente de la acción estatal.
Ya transcurrió un año y medio desde que comenzó la pandemia. La crisis global y sistémica que originó, comprometió la capacidad de gestión de los gobiernos de todo el mundo. En mayor o menor medida, todos ellos adoptaron cuatro tipos de políticas: el aislamiento poblacional y cierre de actividades; detección, seguimiento y atención de la enfermedad, incluyendo testeos y campañas de vacunación; compensación parcial de los efectos negativos producidos por el virtual cese de actividades; y comunicación pública, con propósitos de informar, prevenir y convencer a la población acerca de los comportamientos exigidos o deseables ante la emergencia.
Para ello, los gobiernos diseñaron diversas estrategias de acción y pusieron en juego todos los recursos a su disposición para contener la propagación de la enfermedad, atender y rehabilitar a los enfermos, minimizar el número de víctimas fatales y reducir los efectos indeseables de las políticas adoptadas.
Las estadísticas demuestran, de modo elocuente, que los resultados logrados en cada país fueron muy diferentes, como también lo fueron la intensidad u oportunidad de las políticas adoptadas. El grado de aislamiento y confinamiento de la población no solo muestra diferencias entre países, sino que la rigurosidad de las medidas varió sucesivamente según fases, rebrotes y nuevas cepas del coronavirus.
El rastreo de posibles infectados, el número de testeos realizados, el índice de letalidad y el ritmo de vacunación fueron también muy diferentes según países. En algunos de ellos, la intervención estatal en el salvataje de empresas cerradas o de familias y trabajadores sin ingresos fue amplia y generosa, en otros fue inexistente. Hubo gobiernos que organizaron intensas campañas de comunicación y difusión, en tanto otros prescindieron totalmente de ellas.
En parte, las diferentes estrategias elegidas dependieron de la particular coyuntura en que la pandemia sorprendió a los distintos países. Si bien en todas partes la crisis sanitaria exigió desviar recursos presupuestarios para atender los costos directos e indirectos de la crisis sanitaria, las condiciones de partida de cada país fueron muy diferentes. Factores como la magnitud del déficit fiscal, el nivel y distribución del ingreso, las reservas de divisas, los índices de desempleo y el trabajo informal o el grado de dependencia de los sectores marginales de transferencias estatales no condicionadas varían entre países.
La disponibilidad de infraestructura y la capacidad logística disponible, en cada país, también tuvieron un peso importante, sobre todo en materia de salud, transporte y comunicaciones.
Otros factores diferenciales como el tamaño, cantidad de población y carácter insular de los países pueden haber tenido alguna gravitación en los resultados que cada uno de ellos logró en su lucha contra el virus. Y hasta podríamos agregar otros factores distintivos, como alineamientos internacionales, momento del proceso preelectoral, valores culturales predominantes o grado de democratización y confianza en las autoridades.
Esta enumeración, lejos de ser exhaustiva, nos deja al menos más cerca de poder aislar y atribuir a la relativa capacidad institucional de los países y sus gobiernos una parte de la explicación de los disímiles resultados que consiguieron, hasta ahora, en esta singular guerra pandémica. ¿Qué nos queda?
Tal vez la capacidad institucional más relevante, en un escenario tan complejo e intrincado como este, ha sido la de ejercer un liderazgo estratégico, es decir, ofrecer la conducción y la inspiración necesarias para generar y poner en marcha una visión compartida, una misión donde el conjunto de la sociedad se viera reflejada en una voluntad colectiva de lograr un objetivo común.
Pero ello también suponía otras capacidades, que debían estar institucionalizadas previamente y no podían improvisarse en medio de una crisis. Por ejemplo, las de planificar, programar, negociar, coordinar, monitorear y controlar. O las de innovar, comunicar y convencer, subordinando especulaciones políticas.
No estoy seguro si la consideración del conjunto de factores mencionados ayudaría a explicar, caso por caso, los variados resultados que los países y sus gobiernos han logrado en la contención de la pandemia y sus consecuencias. Futuros diagnósticos probablemente nos darán mejores respuestas.
Queda, por otro lado, un amplio terreno de especulación contrafáctica que la academia, la prensa y las oposiciones políticas han planteado casi a diario: ¿Qué hubiera ocurrido si las cuarentenas y confinamientos hubieran sido menos prolongados, reduciendo las serias consecuencias económicas negativas de inmovilizar la actividad productiva? ¿Si se hubiera dispuesto tempranamente un cierre de escuelas selectivo, evitando los costos pedagógicos y sociales que se impuso a toda una generación de estudiantes? ¿Si en lugar de asumir comportamientos demagógicos y supuestamente tranquilizadores -como negar públicamente la amenaza del virus-, algunos líderes políticos hubieran mostrado actitudes más responsables? o ¿Si la comunidad internacional hubiese desempeñado un papel más activo en evitar las desigualdades entre países y clases sociales, exacerbadas por la pandemia?
Podríamos seguir imaginando otras posibles situaciones, pero el razonamiento contrafáctico deberá ser contrapuesto a la evidencia que produzcan los estudios de caso en futuras investigaciones sobre este apasionante tema.
*Este artículo es una versión del texto originalmente publicado en La Nación, Argentina
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Autor
Profesor Titular en programas de postgrado de las universidades de San Andrés, FLACSO, Tres de Febrero, San Martín, Buenos Aires y otras. Doctor en Ciencia Política y Máster en administración pública de Univ. de California-Berkeley. Investigador Superior CONICET.