Inicia un nuevo año con el llamado segundo piso de la 4T, que trae nuevos desafíos para Claudia Sheinbaum. Estos desafíos son incluso superiores a los que tuvo el mandato de AMLO y pondrán a prueba la viabilidad estructural de la oferta redistributiva, la capacidad para controlar la violencia criminal que asola a buena parte del territorio nacional o la reducción de la polarización que ha sido el sello de la casa.
Y es que todos ellos son indispensable para presentar un país unido ante la llegada de Donald Trump y sus amenazas, que, de convertirse en realidad, podrían poner al gobierno en un serio aprieto a la hora de cumplir las políticas públicas relacionadas con el apoyo social a los sectores más vulnerables y desfavorecidos, que tienen un alto costo fiscal.
Claudia Sheinbaum tomó posesión del cargo de presidenta de México con una legitimidad electoral que nadie ha puesto en entredicho: obtuvo 36 de los 60 millones de votos emitidos en los comicios del verano pasado.
Sin embargo, esa holgura en el triunfo electoral no fue la misma en la integración del Congreso de la Unión, que técnicamente no le dio la mayoría calificada para realizar las reformas constitucionales. Solo obtuvieron el 53 por ciento de los votos, lo que la mayoría de los consejeros y magistrados electorales, encargados de la integración de las dos cámaras, convirtieron, mediante una discutible interpretación del artículo 54 constitucional, en una mayoría calificada primero en la Cámara de Diputados y después en la Cámara de Senadores, mediante la cooptación de miembros de la oposición. Es decir, Morena tiene una supermayoría que no corresponde a los votos emitidos pero que fue capaz de lograr.
Esta composición del Congreso de la Unión le ha permitido hacer las reformas constitucionales y reglamentarias que han provocado un cambio de régimen. Han desaparecido los organismos autónomos que fueron emblema de los pactos legislativos de la llamada transición del autoritarismo priista a la democracia representativa.
Ahora está en marcha un proyecto que si continúa como va —y nada parece que vaya a cambiar en el corto plazo— podríamos estar en la antesala no solo de un sistema de partidos con una oposición testimonial sino de un proceso de regresión democrática que está debilitando al país ante el mundo democrático y acercándolo a las experiencias autoritarias latinoamericanas.
Esta tendencia se refuerza con el control que los poderes ejecutivo y legislativo tendrán sobre el Poder Judicial, que era, hasta las reformas constitucionales, el último contrapeso institucional a esa mayoría exacerbada.
A partir de septiembre de 2025 el país tendrá jueces, magistrados y ministros surgidos de una tómbola, una tómbola azarosa, una nueva generación de impartidores de justicia que por su compromiso político y leyes ad hoc estará respondiendo a los intereses del grupo gobernante y no a los ciudadanos.
Solo habrá una diferencia de matiz en la forma con el largo periodo autoritario priista. Y eso ha exacerbado la polarización social y política, especialmente expresada en los miles de funcionarios y trabajadores del Poder Judicial que abandonarán sus cargos el próximo verano.
Esto quizá pudiera ser solo un daño colateral previsible en todo cambio de régimen, donde siempre hay ganadores y perdedores; sin embargo, entraña un tema no menor que viene siendo la seguridad jurídica.
Esto ya ha provocado reacciones adversas en organismos y medios de comunicación supranacionales, instituciones calificadoras de riesgo país y la perspectiva de crecimiento para 2025, que ha devaluado un 25 % el tipo de cambio del peso frente al dólar en los dos primeros meses del gobierno de Claudia Sheinbaum.
A pesar de estas tendencias negativas, la postura del gobierno cuatroteísta es indeclinable; incluso hay quienes lo ven más radical, lo que significa que es ya un factor de tensión con los inversionistas extranjeros, los ahorradores en pesos, por unas tasas de interés atractivas que van a la baja, y por la incertidumbre de empresarios nacionales y extranjeros que podrían tomar decisiones financieras temerosas ante este entorno adverso que se potencia con la llegada de Donald Trump a la presidencia de la principal economía del mundo.
¿Qué podría pasar si Trump hace realidad la amenaza con deportaciones masivas y la aplicación de un incremento del 25% de los aranceles a las exportaciones mexicanas hacia el mercado estadounidense? ¿Y si México no se compromete más en la lucha contra el narcotráfico y la producción de fentanilo o no tiene un mayor control de sus fronteras para contener la migración hacia el país del norte?
La presidenta Sheinbaum ha minimizado estas posibilidades alegando que las dos naciones se necesitan. Sin embargo, se oyen pasos en la azotea trumpista con la designación de funcionarios duros que atenderán la agenda bilateral y entre los que destaca la figura de Ron Johnson, exagente de la CIA, que en enero tomará las riendas de la embajada estadounidense en México.
Por lo pronto en esos dos temas ya hay respuesta mexicana, no sabemos si satisfactoria para Trump y los futuros administradores conservadores en la relación bilateral. Ahí están las declaraciones de la presidenta Sheinbaum, que habla de “atender a los migrantes en el trayecto para que no lleguen a la frontera norte”, y el decomiso de más de una tonelada de fentanilo en Sinaloa, justo donde se vive una guerra entre las dos principales facciones del Cártel de Sinaloa que ha costado cientos de vidas, desapariciones forzadas y daños cuantiosos para la economía regional.
En definitiva, la apuesta del cambio de régimen, si bien es satisfactoria y motivo de júbilo en la elite obradorista y sus aliados, provoca una incertidumbre que no se había tenido desde el periodo del gobierno nacionalista de Lázaro Cárdenas (1934-1940).
Solo con una diferencia: Cárdenas tuvo un gran apoyo popular que le permitió realizar la nacionalización de Pemex, y Sheinbaum tendrá que lidiar con la polarización que han generado las decisiones que le heredó y administra López Obrador desde su retiro en el sureste mexicano.
Autor
Profesor de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México