Hay consenso de que la polarización radicalizada se ha instalado con fuerza en nuestras sociedades y representa un riesgo para las construcciones democráticas locales. Países como Brasil, Argentina, Perú, Colombia, México o Estados Unidos llevan casi una década con climas políticos intensamente divididos, donde los desacuerdos se transforman en identidades en conflicto, hiper-emocionalizando el debate público.
En el caso mexicano, la narrativa de “la mafia del poder” frente al “pueblo bueno” ha sedimentado una cultura política de antagonismo moral. Lo que comenzó como un discurso de denuncia terminó por configurar dos campos políticos opuestos que se perciben mutuamente como amenazas. La literatura reciente en ciencias sociales bautizó este fenómeno como “polarización afectiva”, entendido como el incremento de la distancia emocional entre los votantes o simpatizantes de distintos grupos políticos. No se trata solo de pensar distinto, sino de sentir rechazo, desconfianza o incluso odio hacia el otro.

En América Latina, estudios del experto Silvio Waisbord sobre comunicación política digital apuntan a que las redes sociales amplifican esas emociones, convirtiendo la política en una experiencia de pertenencia y rivalidad, más que en un espacio deliberativo. En vez de avanzar hacia una secularización institucional, retrocedemos hacia tribalismos identitarios y emocionalizados.
De acuerdo con los datos más recientes de Latinobarómetro (2024), el apoyo a la democracia en la región subió ligeramente a 52%. Sin embargo, ese repunte no se traduce en legitimidad institucional. La confianza en los partidos, parlamentos o sistemas judiciales se mantiene baja, lo que alimenta el desencanto y abre espacio para discursos autoritarios o populistas. Aunque las encuestas no miden directamente las emociones políticas, es posible correlacionar esa desconfianza institucional con una mayor polarización afectiva.
Cambios institucionales y discurso maniqueo
En México, los últimos años han estado marcados por decisiones que tensan aún más el tejido institucional. La reforma al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), transformado en “Transparencia del Pueblo”, ejemplifica cómo los temas técnicos se convierten en trincheras discursivas. Para unos, su desaparición simboliza un golpe a la rendición de cuentas; para otros, una victoria del pueblo sobre las élites burocráticas. Esta disputa ilustra cómo el discurso maniqueo ha desplazado la deliberación: ya no se trata de debatir mecanismos, sino de reafirmar identidades políticas.
Algo similar ocurrió con la elección de los integrantes del Poder Judicial en junio de 2025, donde apenas participó el 13% del electorado. La baja votación no solo cuestiona la legitimidad del proceso, sino que expone la apatía y el cansancio cívico. La narrativa oficial insistió en que la reforma era necesaria para acabar con la corrupción del sistema judicial, mientras la oposición defendía la autonomía institucional. En medio de esos relatos enfrentados, la ciudadanía quedó atrapada entre la desconfianza y la saturación emocional.
Estas situaciones evidencian la desconfianza institucional que vive México. Y a la vez, el discurso es polarizado. En el caso anterior se insistía por parte del grupo en el poder en la corrupción en este poder público y por tanto, de que era necesario reformar la impartición de justicia. Mientras que la oposición defendía el statu quo del quehacer desde la Suprema Corte de Justicia de la Nación hasta sus tribunales.
Esto ha desdibujado muchas posturas que apelan a una mayor democracia, controles y contrapesos políticos, puesto que son invalidadas o desarticuladas con una retórica populista o maniquea, propia de la polarización afectiva.
La polarización afectiva en las elecciones de 2024
Las elecciones presidenciales de 2024 fueron otro espejo de esa fragmentación. Claudia Sheinbaum Pardo y Xóchitl Gálvez Ruiz, concentraron la atención mediática y emocional del país. Aunque la participación fue alta y el resultado claro, el ambiente político fue de constante confrontación. En redes sociales, la discusión pública derivó en ataques personales, con sesgos de género, clasismo y estigmas étnicos, lo cual demuestra que la polarización no solo es ideológica, sino también cultural y simbólica.
Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la comunicación política cotidiana reforzó la lógica de “ellos contra nosotros”. Las conferencias matutinas y el lenguaje de los adversarios funcionó como un dispositivo emocional que alimentó la polarización afectiva. Las plataformas digitales —con algoritmos que fomentan el conflicto— amplificaron aún más ese sentimiento tribal.
En redes o medios sociales, también se percibió un sesgo de género hacia las candidatas: muchos comentarios buscaban relacionarlas con el trabajo doméstico y sus orígenes étnico-sociales.
De la polarización al conflicto físico
El 27 de agosto de 2025, el Senado mexicano fue escenario de un hecho que graficó el deterioro del diálogo político: los senadores Alejandro Moreno y Gerardo Fernández Noroña se enfrentaron a golpes durante una sesión. Más allá de lo anecdótico, el episodio refleja la ruptura del consenso democrático. Las redes, fieles a su dinámica, replicaron la disputa con memes, burlas y linchamientos simbólicos, mientras las posiciones políticas se radicalizaban.
Esto evidencia que la fragmentación ideológica, que ha caído en extremos radicales, ha anulado toda posibilidad de diálogo o consenso democrático.
Expectativas y desafíos
La polarización no es un fenómeno transitorio, ni un problema exclusivamente mexicano. Pero su persistencia amenaza con debilitar la conversación pública y fracturar la cohesión social. Las sociedades democráticas necesitan disentir, pero no dividirse. La tarea no es eliminar el conflicto —que es parte esencial de la política—, sino gestionar sus emociones: transformar la confrontación en deliberación, y la indignación en diálogo productivo.
La democracia no solo se defiende en las urnas o en las leyes, sino en la capacidad emocional y cívica de convivir con el disenso. Quizá el verdadero reto no sea reducir la polarización, sino aprender a debatir sin destruirnos.










