El Proyecto de Justicia Mundial (WPJ, por sus siglas en inglés) publicó recientemente su informe para el año 2023, que busca establecer la capacidad que tienen los Estados para enmarcarse en reglas claras de juego preestablecidas. Es decir, medir la salud del Estado de Derecho de los diferentes países. Los resultados son contundentes: hay un progresivo deterioro en buena parte del mundo, Latinoamérica no escapa a esta dinámica: los datos deberían preocupar a los gobiernos y al sistema de partidos políticos. Las tendencias de dichos autoritarismos no son idénticos, pero vienen creciendo en una región que hace poco más de tres décadas celebraba una primavera democrática. Parece que parafraseando a la famosa serie de Game of Thrones: “el invierno se acerca”.
El mencionado Índice Global de WPJ establece ocho variables en 142 Estados. Estas son: (i) los límites al poder de los gobiernos; (ii) el nivel de corrupción; (iii) gobierno abierto; (iv) el respeto a los derechos fundamentales; (v) orden y seguridad; (vi) la aplicación regulatoria; (vii) la justicia civil; y (viii) la justicia criminal. Los resultados preocupan por el deterioro progresivo de toda la región en los últimos años y porque coincide con otros índices como el Reporte Anual V-Dem (Variedades de la Democracia) 2023 que categoriza el Estado de la democracia en el mundo, pero sobre todo se puede evidenciar con datos fácticos de deterioro institucional grave.
El estudio coincide también con el pronóstico para 2024 que ha hecho el CIDOB de Barcelona y que considera que la erosión de la democracia es una amenaza latente para el mundo occidental hoy y probablemente es uno de los principales retos para un 2024, que paradójicamente tiene elecciones en más de la mitad de los países del mundo, incluyendo los Estados Unidos e India.
Como siempre, en Latinoamérica tres países encabezan el podio: Uruguay (25), Costa Rica (29) y Chile (33), sin embargo, este último muestra un descenso paulatino desde 2015 pese a mantenerse en el mismo lugar en la tabla del año inmediatamente anterior. Vistos los 32 países latinoamericanos que son medidos en el estudio, la mayoría presenta estancamiento (en el mejor de los casos) o directamente una caída tanto en términos de puntaje, como en su posicionamiento en la tabla del ranking.
De entre los 32 países solo muestran mejoramiento en sus puestos respecto el Informe de 2022, Perú (+4), Bolivia (+1), Guyana (+1), México (+1), Guatemala (+1), Honduras (+1) y República Dominicana (+8). En algunos casos (como Guatemala) desciende en la medición, pero sube en posición solamente por la caída generalizada de muchos otros países, principalmente en la Región. Es decir, que si a Latinoamérica no le va peor es sencillamente porque el deterioro del sistema democrático parece ser una tormenta que en mayor o menor medida sacude a lo que históricamente conocemos como occidente.
Sin embargo, diversos factores inciden en que el problema latinoamericano se profundice. Por ejemplo, la ausencia de escenarios regionales internacionales legitimados que permitan contrarrestar buena parte de esos problemas comunes. Pese que a que Latinoamérica tiene un amplio catálogo de organizaciones y encuentros multilaterales (la Comunidad Andina de Naciones, Mercosur, la CELAC, Alianza Pacífico, CARICOM, por mencionar algunos) pocos de ellos han logrado transformaciones reales en materia de integración regional y actualmente poco pueden hacer frente a dinámicas inflacionarias, crisis económicas, y más preocupante aún, amenazas transnacionales a la seguridad internacional.
La mayoría de dichos escenarios -especialmente los surgidos en este siglo- se comportaron como plataformas de ideologías que convergieron electoralmente en un momento preciso y no fueron verdaderos puntos de partida e integración como en la Europa de la posguerra. Curiosamente, los que habían surgido con ese interés en el siglo pasado terminaron siendo subestimados, en virtud de las diferencias ideológicas de los gobiernos que lo integraban. Por ejemplo, lo ocurrido en la última etapa del Mercosur o con la Comunidad Andina de Naciones.
Es decir que, curiosamente en una región que atraviesa problemáticas asimilables, no hay escenarios consolidados que puedan dar respuesta a esos fenómenos como ha ocurrido, por ejemplo, con las pandillas centroamericanas o los carteles de droga en la región andina o en la Triple Frontera. Tristemente, la delincuencia organizada ha tenido mayor disposición a la integración transnacional en términos de cobertura y eficacia que los mismos Estados que deberían contrarrestarla. Esto sin entrar en temas medioambientales (la deforestación amazónica, por ejemplo) o migratorias como es el caso de la frontera colombo-panameña que se ha transformado en un verdadero corredor de migrantes de más de 50 nacionalidades en medio de zonas agrestes y controladas por actores armados irregulares.
Los casos de El Salvador y Guatemala, acercándose a un abismo
Es lamentable el panorama si tenemos en cuenta que hace dos décadas solo se contaba con un país catalogado como una autocracia cerrada (en términos del V-Dem): Cuba. Actualmente, ese lugar es disputado francamente con Nicaragua y Venezuela con remedos democráticos sin ninguna real división de poderes, libertades básicas restringidas y señaladas violaciones a los Derechos Humanos.
Además de los casos ya mencionados y del notable deterioro de países que habían tenido importantes avances en materia democrática (preocupa el caso chileno donde el proceso constitucional fracasó tras dos rechazos contundentes a las propuestas presentadas vía plebiscito), dos casos presentan una erosión institucional profunda, aunque desde dos dinámicas distintas: El Salvador y Guatemala.
En el primer caso, se da por descontado que Nayib Bukele será nuevamente elegido como Presidente pese a la tajante prohibición constitucional en torno a la reelección que fue matizada por un Tribunal constitucional pro-Bukele. No deja de preocupar que, aunque múltiples organizaciones señalan a la creciente limitación de derechos, a la cooptación de los otros poderes públicos y el estado de excepción, el mandatario salvadoreño cuente con una aceptación popular que supera el 80%.
El caso guatemalteco resulta más complejo: tras el contundente triunfo de Bernardo Arévalo en las elecciones presidenciales para un nuevo periodo, se vio un intento coordinado entre diversas instituciones del mismo Estado para declarar ilegal su victoria e impedir su reciente posesión. Pese a que no lo lograron, el caso Arévalo evidenció como las instituciones aparentemente guardianas del Estado de Derecho pueden actuar en su contra.
Las fracturas democráticas en nuestra época no pasan por golpes militares, bombardeos a palacios de gobierno y cierres de Parlamento. Vivimos épocas de sutiles y progresivas rupturas institucionales, enmarcadas en discursos populistas, con apoyo de redes sociales y una vulneración a la información veraz. Por ello, además de abogar por escenarios de integración regional que defiendan verazmente la democracia sin importar el tinte ideológico de quien la vulnera, es necesario fortalecer la cultura institucional de los países y velar por una formación política amplia de todas las capas de la sociedad que permita que no retornemos a tiempos realmente oscuros de tiranías disfrazadas de populismos carismáticos.
Autor
"Abogado, periodista y profesor universitario. Docente adscrito a la carrera de Ciencia Política y Gobierno de la Fundación Universitaria Los Libertadores. Consultor e investigador. Máster en Periodismo de la Universitat de Barcelona / Columbia University.
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