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Tecnología e infancias: entre la hiperconexión y el abandono silencioso

Necesitamos crear una nueva cultura digital compartida. Una que no deje solas a las infancias. Una donde la habilidad técnica venga acompañada de criterio ético y emocional.

En el mundo adulto solemos decir una cosa y hacer otra. En el terreno digital, esa contradicción es particularmente evidente. Mientras declaramos que una edad prudente para entregar un celular ronda los 13 años, en la práctica muchas niñas y niños acceden a su primer dispositivo propio antes de los 10 años, marcando una brecha de casi 4 años entre lo discursivamente deseado y la realidad. Ese momento no es menor: cuando un niño o niña recibe su celular, se duplica su conexión diaria a internet. El ingreso al universo digital no es progresivo: es abrupto, disruptivo y, muchas veces, solitario.

Este fenómeno refleja tensiones profundas. Como adultos, muchas veces entregamos dispositivos por comodidad, por seguridad o por miedo a que nuestros hijos queden fuera de lo social o de los avances tecnológicos. Pero también lo hacemos sin acompañamiento real, en contextos donde el acceso es creciente y la mediación no siempre acompaña. Los estudios muestran una paradoja: estamos hiperconectados —casi 9 horas diarias en promedio (tres de las cuales en redes sociales, según Digital Report)—, pero a la vez desconectados del tiempo compartido. Casi la mitad de madres y padres reconoce que se distrae con el celular mientras está con sus hijos según una de las últimas encuestas de Voices!.

La consecuencia es una infancia que navega un mundo digital complejo con escasos referentes disponibles. La tecnología no es el enemigo, pero sí un entorno que demanda habilidades, criterios y acompañamiento. Hoy los niños, niñas y adolescentes (NNyA) son usuarios intensivos de tecnología, y se autoperciben hábiles. Pero saber usar no implica saber interpretar, reflexionar ni protegerse. Ahí radica un punto crítico: las altas habilidades técnicas conviven con bajos niveles de criterio crítico.

Esa asimetría entre uso y comprensión tiene consecuencias. El uso problemático de pantallas no es una hipótesis, sino una realidad palpable: deprivación de sueño, afecciones físicas como cefaleas y fatiga visual y afecciones mentales como pérdida de atención, ansiedad, incluso depresión, lo que se da a nivel global pero más marcadamente en Argentina y otros países de la región. La mitad de los padres expresó preocupación por la salud mental de sus hijos, y muchos temen que sus hijos no se animen a contarles lo que les pasa.

Los propios adolescentes lo expresan con claridad en el Ureport de Unicef: el principal factor que afecta hoy su salud mental es la discriminación, el bullying y, especialmente, el cyberbullying. Lejos de estar en segundo plano, los riesgos digitales son reales, cotidianos y conocidos por las propias infancias y adolescencias. La exposición a contenido inapropiado, el contacto con desconocidos, el maltrato en línea y las apuestas digitales son parte del mapa digital que transitan. Y lo hacen, en muchos casos, sin guía.

El ecosistema escolar también refleja estas tensiones. Docentes y familias coinciden en que la presencia de celulares en el aula afecta a la atención, el rendimiento y la socialización. Algunas escuelas en distintos países del mundo han comenzado a restringir su uso en clase.

Aquí entra en juego una dimensión fundamental: la mediación adulta. Enseñar a usar bien internet no es solo cuestión de normas o de filtros. Es, ante todo, una cuestión de presencia. De diálogo. De disponibilidad. Los estudios muestran que a mayor mediación activa —conversar, explicar, acompañar—, menor exposición a riesgos. No alcanza con que los chicos sepan usar la tecnología: necesitan aprender a entenderla, cuestionarla y construir con ella y saber cuidarse en ella.

El problema de fondo es que como adultos tampoco hemos desarrollado del todo esas habilidades. Nuestro uso muchas veces está atravesado por la inmediatez, el escapismo, la falta de reflexión. ¿Cómo enseñar un uso responsable si no revisamos el propio? ¿Cómo promover el descanso digital si nosotros mismos no logramos despegar la vista de las pantallas?

La convivencia digital necesita cuidados. Pero esos cuidados no los garantiza una aplicación ni una política de privacidad. Los garantiza una conversación. Una pregunta oportuna. Una escucha real. Una mirada atenta. En última instancia, una presencia.

No se trata de demonizar la tecnología. De hecho, puede mejorar la calidad de vida, abrir oportunidades, acortar distancias. Pero su impacto no es neutral. Y en las infancias, ese impacto se multiplica. Lo que hagamos —o dejemos de hacer— como adultos hoy define la manera en que nuestros hijos e hijas habitarán el mundo digital de mañana.

En esta conversación no alcanza con pensar en regulación o control parental. Necesitamos crear una nueva cultura digital compartida. Una que no deje solas a las infancias. Una donde la habilidad técnica venga acompañada de criterio ético y emocional. Y, sobre todo, una en la que los adultos recuperemos nuestro rol, no como censores, sino más bien como guías.

En definitiva, la pregunta no es solo qué tecnología están usando nuestros hijos. La pregunta es: ¿quién los está acompañando mientras la usan?

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Directora de la consultora argentina Voices. Miembro del Consejo Directivo de WAPOR Latinoamérica, el capítulo regional de la asociación mundial de estudios de opinión pública.

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