Los últimos tiempos vienen siendo especialmente conflictivos para el Mercosur. Mientras que los gobiernos de Brasil y Uruguay integran un frente que pretende avanzar hacia una reducción amplia del Arancel Externo Común (AEC) y flexibilización de la norma que impide a los Estados miembros del bloque negociar acuerdos comerciales de forma individual, el gobierno argentino viene apelando al diálogo por medidas consensuales más moderadas, que preserven las capacidades industriales y de negociación de la región en el plano externo.
Estamos ante un Mercosur saludablemente en disputa, tensionado por proyectos económicos y políticos de desarrollo capitalista e inserción internacional que comportan visiones diferentes sobre el rol de la integración en nuestro Cono Sur. A diferencia de otras interpretaciones, que ven en estas tensiones una suerte de síntoma de estado terminal o de agotamiento del bloque, entendemos que las actuales divergencias no son sino expresión del siempre conflictivo y contradictorio funcionamiento del Mercosur en medio de un sistema capitalista permanentemente en crisis, así como de los desafíos a enfrentar de cara al futuro.
Las respuestas del Mercosur
Los esfuerzos para establecer consensos han girado históricamente en torno a las grandes cuestiones de para qué integrarse y de cómo integrarse. Sobre el para qué, en función del desarrollo desigual y combinado del capitalismo, podría decirse que el Mercosur históricamente ha buscado contribuir con los programas nacionales de desarrollo capitalista e inserción internacional de sus países. Pero ¿cómo cumplir con este objetivo en un contexto de clara dependencia comercial, productiva, financiera y científico-tecnológica? Diferentes respuestas pueden ser identificadas a lo largo de la historia del Mercosur.
A mediados de la década del ‘80 y en un contexto de recesión mundial, Argentina y Brasil dieron el puntapié inicial a través de sus “protocolos sectoriales de coordinación interindustrial”, apostando a la creación de una estrategia de desarrollo conjunto y solidario, donde las preferencias debían ser recíprocas. Se trataba de constituir un mercado común y de potencializar las capacidades de negociación en la arena internacional.
Pero ello no duró mucho, pues de la narrativa neoliberal de la crisis de esos años (crisis ésta supuestamente más asociada a factores domésticos que sistémicos), surgió un nuevo proyecto al que, junto con Paraguay y Uruguay, se lo llamó de Mercosur. Y con base en un programa de eliminación progresiva de barreras al comercio entre los socios y en el establecimiento de un AEC para la creación de un único territorio aduanero, el Mercosur de los años ‘90 vino a fortalecer los programas nacionales de ajuste estructural, fomentando la liberalización comercial y financiera.
Si bien el modelo de “regionalismo abierto” adoptado favoreció los números del comercio, a finales de esa década fue ese mismo modelo que dejó al Mercosur en una situación de fragilidad ante la crisis financiera global y sus impactos en las economías del bloque.
Ante las presiones del proyecto norteamericano ALCA (Área de Libre Comercio para las Américas) y de una China cada vez más presente en la región, el Mercosur de inicios de 2000 buscó en la Decisión 32, que reafirma el compromiso del bloque de negociar en forma conjunta acuerdos comerciales con terceros países y el reaseguro de una integración periférica expuesta en todo momento a abandonar el barco de la cooperación en función de intereses políticos y económicos de potencias extrarregionales.
Fue a partir de estos primeros años del nuevo siglo que, en un contexto de crisis de la hegemonía neoliberal y de una coyuntura externa favorable vinculada a la recuperación del crecimiento mundial, una renovación sobre “cómo integrarse” tuvo lugar en el Mercosur. Esto dio lugar a una nueva agenda que, sin abandonar la dimensión comercial preponderante del bloque, se ampliara y pasase a abrigar temas de integración productiva, política y social. De esta manera, se contribuyó a fortalecer el muchas veces “invisible” entramado de cooperación y coordinación en diversos temas de política pública entre los Estados miembros.
En su segunda década de vida, el Mercosur no sólo experimentó avances en materia comercial —donde el comercio intrarregional creció significativamente— sino en otros aspectos tales como integración productiva, convergencia estructural, política social y articulación estratégica con otros países sudamericanos.
Pero con la irrupción de la crisis mundial de 2008 y el cierre del ciclo de las commodities, la integración mercosureña multidimensional fue cediendo gradualmente a la recuperación del regionalismo abierto como modelo preponderante. Esto se dio en sintonía con el retorno del ideario neoliberal en los Estados parte, que justificaba la reconfiguración del bloque en función de un supuesto rezago institucional, estancamiento económico y aislamiento de sus países con relación a las cadenas globales de valor.
La actual disputa por un programa de corto plazo
En los últimos años surgió la narrativa cortoplacista de la “modernización” del Mercosur para superar una supuesta crisis. Un estancamiento, que, así como en la década del ’80, es nuevamente más asociada a factores domésticos que a restricciones o limitaciones sistémicas vinculadas a las dinámicas del propio capitalismo neoliberal. La revisión del AEC, la flexibilización de la Decisión 32 de 2000 y hasta una “revisión” de la estructura institucional del bloque para hacerla “más simple y eficiente”, encabezan las demandas modernizadoras.
El AEC previsto en el Tratado de Asunción ha venido siendo objeto de diversas excepciones que impiden al bloque avanzar hacia acuerdos de integración profunda, más equitativos y equilibrados. Actualmente, en sintonía con esa tendencia, los defensores de una “inserción competitiva en el comercio y la economía internacionales” quieren un tipo de asociación más próxima de una zona de libre comercio. Una asociación a imagen y semejanza de la metodología implementada por la Alianza del Pacífico, más que de una verdadera integración robusta y compleja desde el punto de vista de los compromisos e intereses en juego.
Ese es el Mercosur más “moderno” y “flexible” por el que los gobiernos de Brasil y Uruguay vienen abogando. Un Mercosur que deje de lado la construcción de un programa de solidaridad, reciprocidad y autonomía estratégica en el largo plazo, y que favorezca, en contrapartida, más “libertades” en el corto plazo para jugar individualmente “en cancha grande”, tal como lo reivindica el presidente uruguayo.
Ahora bien, en condiciones de vulnerabilidad y fuerte volatilidad internacional, donde la tan mentada libertad se revela de hecho más mítica que real, nos preguntamos: ¿la precarización del Mercosur es el camino para nuestros países? Esa parece ser la pregunta que debería estar en el centro del debate intelectual y político regional.
Foto de Palácio do Planalto
Autor
Profesor de la Escuela de Administración de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul - UFRGS (Porto Alegre, Brasil). Doctor en Economía Política Internacional por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ).