Coautor Ezequiel Raimondo
Históricamente las sociedades oscilan entre agitarse en el mundo público o entregarse al privado como elecciones para corregir sus frustraciones y aproximarse a la realización de sus intereses y valores. Ese péndulo, ilustrado ejemplarmente por el economista Albert Hirschmann, suele explicar —de forma genérica— qué nos lleva en algunos momentos a hiperpolitizarlo todo y ganar las calles para inmediatamente después concentrarnos en nuestras familias, hobbies, vida laboral o regocijos consumistas con indiferencia hacia lo público.
Pero ¿Qué sucede con la insatisfacción social y frustración individual cuando el espacio público es clausurado por motivos de emergencia sanitaria? ¿Qué pasa cuando las restricciones dejan el mundo privado deshidratado al punto que se van minando las prácticas de crecimiento individual, disfrute familiar, inmersión en el trabajo o gratificación debido a la evaporación de los ingresos? ¿Qué ocurre cuando en este contexto buena parte de los espacios residenciales resultan insuficientes? En definitiva: ¿Hacia dónde y cómo se canalizan las frustraciones cuando el ámbito público y el espacio privado se desdibujan o dejan de existir?
Restricciones sin válvula de escape
El peculiar abordaje argentino de la pandemia hundió a la esfera privada y su carácter de última trinchera para resguardarse de la ofuscación con la oferta del mundo público-político. Desde el gobierno, se estigmatizó la ocupación de ese ámbito para expresar desengaños colectivos en términos de traición social negacionista o monopolizándolo sectariamente.
Mediante un severo control social, recorte de libertades, ampliación de restricciones y el recurso a la publicitación del miedo, la política oficial de la cuarentena vació e hizo subir el costo de canalizar la protesta.
Como en otras latitudes, bajo el rótulo de protección del interés público, la cuarentena forzó la privatización de la vida. Todo ello, enmarcado en relatos virtuosos sobre las bondades del claustro e instrumentación de medidas económicas paliativas insuficientes y perversas ya que —por sus consecuencias inflacionarias— terminaron socavando aún más las bases del refugio privado de los argentinos.
En nuestro país, el vaciamiento punitivo de la esfera pública fue instrumentado en forma paralela a la desprotección y asfixiamiento por casi un año del espacio de la vida privada. Las expectativas de realización íntima o individual fueron comprimidas con vigilancia, búsqueda de disciplinamiento y profusión del miedo. El resultado fue que los argentinos quedaron sin válvula de escape para canalizar sus frustraciones.
En efecto, el empobrecimiento de la esfera privada completa su deficiencia como lugar de realización personal al demoler las bases que permitirían el autodesarrollo. Ya fuera comercial o profesional, o alrededor del consumo de bienes, de experiencias o sensaciones como el arte, la práctica de dogmas religiosos, tribales o estéticos entre otros.
En más de un sentido, los argentinos están volviendo a su pasado pre-democrático, sometidos a una privatización autoritaria que convierte en insatisfactoria la experiencia cotidiana. La “orden” de “cerrar” lo público confina a las personas, restringe sus espacios de sociabilidad y, de hecho, las privatiza.
Su mundo se vuelve cada vez más pequeño y la conectividad —para quien pueda pagarla— se torna un factor clave pero distorsivo de los lazos sociales. No es lo mismo una clase presencial que una virtual. No es lo mismo una sesión parlamentaria presencial que remota. No es lo mismo visitar a un familiar que verlo en una pantalla.
Lo que se viene
¿Cómo extrapolar esta exasperación y sentimientos de fracaso cuando se cierran simultáneamente los ámbitos privado y público? Hirschmann, pensando en lo individual daba tres alternativas: la salida, la voz y la lealtad. La voz consiste en reclamar y participar públicamente, opción obturada por las medidas restrictivas que lo reducen a cacerolazos aislados, participación en redes sociales y marchas cada vez menos convocantes.
La salida consiste en la fuga hacia la vida íntima o privada, crecientemente vaciada por la escasez. También existiría la salida como identificación con otro tipo de oferta —sea política, de mercado o espiritual— escenario actualmente debilitado debido a la carencia de liderazgos. Por último, Hirschmann reconocía la lealtad, seguida a pie juntillas por un tercio de la población alineada al gobierno como votante o como clientela y expresado por una suerte de inercia acrítica. Este triple encuadre queda corto hoy para dar cuenta de las vivencias de la sociedad argentina.
Cuando la vida pública y privada desencantan, y la protesta cívica convencional, la defección o el leal silencio generan más descontento que compensaciones, asoman otras últimas dos opciones. Una es la implosión emocional del sujeto, representada internamente por las adicciones y los desvíos de conducta. Cunden el alcoholismo, la obesidad y las depresiones, la PlayStation dependencia, la Netflixmanía, la violencia doméstica, la disolución familiar y los suicidios.
Esa respuesta convierte a la privatización en una opción perversa porque, en lugar de canalizar aquella energía de movilización pública hacia ámbitos privados clásicos, se transforma en una suerte de implosión negativa interna de esa energía. Colectivamente, esta respuesta se proyecta en una anomia anárquica en la que nadie cumple las reglas y todos pierden intentando maximizar sus ganancias a costa de los demás.
Otra respuesta que empieza a vislumbrarse de modo desordenado y fragmentado consiste en la autoconvocatoria autoorganizada que no es ni convencionalmente publica (partidista) ni exclusivamente privada (individualista) sino un mix de ambas. Esto, a partir de lazos y redes autónomas horizontales, aglomerando colectivos previamente inexistentes como ONGs no partidarizadas, corporaciones con propósitos sociales y una infinidad de pequeños agentes articulados como los grupos de padres movilizados por la reapertura de las escuelas.
¿Bajo estas circunstancias, sólo pierden los individuos y su precario equilibrio psicosocial? Ni un poco. Las pérdidas son colectivas. El desencanto masivo con el mundo privado y político, y la desocupación forzada de la escena pública son la receta ideal para erosionar el apoyo a la democracia, la radicalización de las opiniones, la entronización de líderes mesiánicos y la propensión a la ruptura por la vía de la naturalización del desconocimiento a las normas legales y de conducta pública más elementales.
La privatización autoritaria nos desensibiliza frente a las conquistas civilizatorias de la Argentina como la democracia pluralista, el espíritu cívico, la prosperidad a base de esfuerzo y mérito, y la aspiración a la autorrealización junto a una sociedad más integrada. La privación de canalizar las frustraciones, mediante la participación responsable en la vida privada o pública, nos vuelve indiferentes a valores e instituciones vinculados al progreso individual y colectivo. Y sobre todo nutre el demonio que acaso termine superando a los arquitectos de la privatización autoritaria.
Fabián Echegaray y Ezequiel Raimondoi son autores del libro “Desencanto Político Transición y Democracia”. Colección Biblioteca Política Argentina N° 177. Centro Editor de América Latina, 1987.
Autor
Fabián Echegaray es director de Market Analysis, consultora de opinión pública con sede en Brasil, y actual presidente de WAPOR Latinoamérica, capítulo regional de la asociación mundial de estudios de opinión pública: www.waporlatinoamerica.org.