Ni la estrategia de “guerra contra el narcotráfico” de Felipe Calderón, ni el discurso centrado en la “prevención de los delitos” de Enrique Peña Nieto, ni el de “abrazos, no balazos” y distribución directa de recursos a los más pobres de Andrés Manuel López Obrador han dado resultados. Los homicidios, que en el gobierno de Calderón escalaron de forma dramática, y que tras una moderación en los primeros años de Peña Nieto volvieron a aumentar a partir del año 2016, llegaron en 2019, ya en la administración de AMLO, a un máximo histórico. Desde entonces, los homicidios se han mantenido en niveles semejantes.
La credibilidad del gobierno de México y la posibilidad de que se pueda impulsar una transformación de la forma de hacer política en el país están en riesgo por la incontrolable situación de violencia. Además, las estadísticas del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) y del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) no son confiables. En algunos casos debido a la intencionalidad política de los gobiernos estatales, en otros al miedo de las autoridades locales a las represalias del crimen organizado, especialmente en Tamaulipas y Veracruz, y también al alto número de desaparecidos encontrados en fosas clandestinas que no pueden ser cuantificados.
Los datos oficiales, sin embargo, muestran una geografía aproximada de la violencia homicida. Según las fuentes, los homicidios en México se encuentran actualmente entre los 32.000 y los 37.000 anuales, lo que representa más de 26 homicidios por cada cien mil habitantes. En 2020, las cinco entidades federativas con más asesinatos cada cien mil habitantes fueron Colima (76.2), Baja California (70.5), Quintana Roo (65), Chihuahua (62.1) y Guanajuato (59.9).
¿Qué explica la violencia incontrolable en México?
Hay dos razones fundamentales. La clase política ha renunciado a reformar el sistema nacional de seguridad pública, que implicaba transformar las policías estatales y locales, y contar con una estrategia clara de seguridad. Por otra parte, se está viviendo un recrudecimiento de la lucha de los diferentes grupos del crimen organizado.
Durante el sexenio de Felipe Calderón se inició una política que reconocía la debilidad de las policías locales como el gran reto del sistema nacional de seguridad pública. Se diseñó una estrategia de profesionalización y se destinaron una gran cantidad de recursos económicos para lograr este objetivo. La reforma fracasó, tanto por la falta de compromiso de las diferentes autoridades como por el claro desvío de recursos económicos.
En la segunda mitad del sexenio de Peña Nieto se abandonó esa estrategia que también permitía contar con militares retirados como directores de policías locales. A partir de entonces, se empezó a desplegar la policía militar en el territorio como apoyo a las municipales y estatales, organizándose operativos conjuntos.
Se aprobó, también, una ley de seguridad interior —posteriormente declarada inconstitucional— que autorizaba a los militares a participar en actividades de orden público. Y en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, se continuó con esta estrategia y se creó la Guardia Nacional, integrada principalmente por elementos militares.
La lucha del crimen organizado por las “plazas”
La violencia obedece al recrudecimiento de las luchas del crimen organizado por los territorios y las “plazas”. México es un país de consumo y de tránsito de diferentes tipos de drogas, pero además, los grupos del crimen organizado se dedican al “huachicoleo” (robo y comercialización de hidrocarburos), o la trata de personas (especialmente migrantes en tránsito hacia los Estados Unidos).
Los centros turísticos del país, especialmente Acapulco (Guerrero), Cancún y la Rivera Maya (Quintana Roo), o Guanajuato son puntos importantes de consumo de drogas, que sumado al cobro de derecho de piso a negocios y el narcomenudeo han disparado las luchas por las plazas.
En Acapulco la violencia se incrementa y se reduce, dependiendo de la dinámica de la lucha entre los diferentes grupos del crimen organizado. En Quintana Roo, que además es un importante punto de ingreso de drogas al país, los homicidios empezaron a escalar de forma rápida desde el año 2017 y no se han detenido. Mientras que ciudades como Los Cabos y La Paz en Baja California Sur, que fueron señalados entre 2016 y 2017 como las más violentas del mundo, han podido ser controladas.
Además del consumo de drogas, la lucha de los grupos por el robo de combustible, provocó que los enfrentamientos y las ejecuciones se incrementaran en Guanajuato. Y la llegada de fentanilo a los puertos del pacífico, especialmente en Manzanillo (Colima), ha provocado el reciente aumento de la actividad criminal en este territorio, y en Zacatecas, que es un punto central para su tránsito hacia los Estados Unidos.
Por otra parte, la violencia ha retomado intensidad en entidades fronterizas como Baja California y Chihuahua; y seguramente, a pesar de las cifras oficiales también lo ha hecho en Tamaulipas. Finalmente, en otros estados, en el que tradicionalmente los grupos del crimen organizado han tenido conflictos como en Michoacán, Sonora, y Sinaloa, vuelven a presentarse altas tasas de homicidios.
Para concluir, la falta de policías locales profesionales, una Guardia Nacional en formación y una política confusa de aproximación a la delincuencia (“abrazos y no balazos”), han provocado que los homicidios siguieran incrementándose en México, mientras el Estado no tiene capacidad de reacción ni de control sobre muchos territorios del país. Esto deja en claro que mientras desde el gobierno no se implementen reformas profundas en la estrategia de seguridad, dificilmente la violencia amainará.
Autor
Profesor Investigador del Instituto Mexicano de Estudios Estratégicos y de Seguridad Nacionales (IMEESDN). Profesor adscrito del Departamento de Relaciones Internacionales y Ciencia Política de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP)