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La crisis de la democracia brasileña más allá de Bolsonaro

La crisis de la democracia brasileña ha sido atribuida por muchos analistas, exclusivamente, al gobierno de Jair Bolsonaro y a su anacrónico deseo de imponer una dictadura al estilo del régimen que empezó en 1964. De hecho, Bolsonaro nunca ocultó su aversión al régimen democrático a pesar de haber hecho carrera en él desde 1988. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por debilitar la democracia desde la Presidencia de la República, este no es el único factor desestabilizador. Hay otros factores que actúan en la misma dirección, pero el más significativo es la corrosión de la propia democracia brasileña, de modo que incluso un presidente políticamente débil es visto como una seria amenaza.

Entender las causas de esta corrosión, por lo tanto, es fundamental si queremos evitar la regresión que reside no solo en la cultura autoritaria de nuestra modernización económica, sino también, y sobre todo, en la cultura neopatrimonialista que inspiró nuestra última redemocratización.

No me refiero solo al proyecto de «apertura lenta, gradual y segura» del propio régimen militar, que presuponía la aniquilación incluso de sus adversarios socialistas desarmados. Tampoco me refiero a los reformistas de diversos matices reunidos en el Movimiento Democrático Brasileño (MDB). Me ocupo aquí de la perspectiva liberal clásica, el manifiesto democrático de 1977, redactado en los portales de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Pablo (USP) y firmado por el jurista Goffredo da Silva Telles Junior, documento utilizado hoy como base e inspiración de una nueva carta en defensa de la democracia amenazada por Bolsonaro.

La carta de Telles Jr., en realidad un manifiesto, expresaba claramente el punto de vista que matizaba la concepción de la Nueva República y que está en el origen de su crisis. Su grito contra la «opresión de todas las dictaduras», aunque pronunciado en un ambiente totalmente diferente, resonó en nombre de la vieja tradición de la «poderosa Familia (…)” formada durante siglo y medio en “las grandes Facultades de Derecho” del país, de la que surgieron 17 presidentes de la República, la mayoría de ellos en la Antigua República (1889-1930).

El orden ilegítimo inaugurado por los militares fue condenado en la Carta de 1977 por el uso de la «fuerza» en desacuerdo con el «poder» emanado del «pueblo». La “fuerza» legítima, decía Telles Jr., solo podía ser un instrumento subordinado al «poder» legítimo, derivado de las leyes del Poder Legislativo y otorgadas por el «pueblo», y no «bajado desde arriba», como ocurría en el régimen militar.

Esto implicaba que las leyes eran «productos naturales de las exigencias de la vida», que reflejaban «los deseos dominantes del pueblo», no de sus élites. Sin embargo, como criticó Oliveira Vianna, el pensamiento jurídico-político de “las grandes Facultades de Derecho” del país se inclinaba más por el «idealismo utópico de las élites» que por las necesidades del pueblo, como se ve en la defensa dogmática de la propiedad privada, incluso aquella robada al Estado por la usurpación institucionalizada de tierras. Esta miopía, a pesar de la retórica humanista, se mantiene hasta hoy en favor de leyes «jurídicamente perfectas» pero incapaces de alcanzar eficazmente sus objetivos.

El mundo idílico de nuestros pensadores jurídicos no ha cambiado mucho desde 1977, instituyendo el «pueblo» ideal, al que le correspondería «decidir sobre su régimen político» y «sobre la estructura de su Gobierno», pero sin hacer mayores consideraciones sobre sus condiciones reales, materiales e instrumentales, para ello. En este punto, vale la pena recordar al ilustre jurista brasileño Victor Nunes Leal, quien, treinta años antes, había advertido sobre la ineficacia de las «medidas de moralización de la vida pública nacional» sin una lucha eficaz contra la pobreza.

Si se aplica el criterio de que «la legitimidad de la Constitución se evalúa por su adecuación a las realidades socioculturales de la comunidad», como propone la Carta de 1977, sería forzoso admitir la separación entre nación y Estado a lo largo de la historia del Brasil, incluso en la vigencia de las Constituciones democráticas. En el pasado, esta diferenciación se basaba principalmente en las restricciones legales a la libre organización de los trabajadores, pero desde 1985 se ha hecho viable a través de la corrupción institucionalizada (incluyendo la compra de votos), operada progresivamente por los partidos políticos, desde la derecha hasta la izquierda. Sorprendentemente, no se dice ni una palabra sobre esto en la nueva carta de 2022.

Viendo la trayectoria de Brasil hasta ahora, parece que seguimos presos del «viaje de ida y vuelta» al que alude otro renombrado jurista brasileño, Raymundo Faoro, donde la conciliación de empresarios y trabajadores con grupos parasitarios de la clase política y del mercado financiero, perpetúa el subdesarrollo de casi siglo y medio y su geografía humana desigual e injusta.

La transición democrática brasileña de los años setenta y ochenta, liderada por el MDB e inspirada en el abstraccionismo jurídico-político, se mostró incapaz de cambiar esta realidad, lo que nos devolvió a la inestabilidad política. Esto fue posible porque nuestras instituciones, en palabras de Oliveira Vianna, hicieron «concesiones imprudentes a las prácticas corruptas», que no solo permitieron la supervivencia de las oligarquías, sino que dieron pie al deterioro de las fuerzas democráticas de todos los matices.

Esta es la principal causa de la crisis actual, porque, como decía el sociólogo Seymour Lipset, junto con el desarrollo económico y la legitimidad política (elecciones libres y limpias), la estabilidad de cualquier democracia depende de la medida en que el sistema cumpla sus funciones básicas de gobierno. Desgraciadamente, y no solo hoy, vamos mal en todos estos ámbitos, y desde “las grandes Facultades de Derecho” no se han ofrecido aún los remedios necesarios y urgentes para salir de la crisis.

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Cientista político. Profesor de la Universidad Estatal del Norte Fluminense - UENF (Brasil). Doctor en Historia Contemporánea, por la Univ. Federal Fluminense (UFF) y Magíster en Ciencia Política por Unicamp.

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