Este domingo Guatemala celebra unas elecciones presidenciales decisivas para su propia historia como nación y que, a la vez, son estratégicas desde un punto de vista subregional. A escala interna, está en juego la pervivencia de un sistema que ha funcionado como una alianza informal, forjada por una heterogénea mezcla de intereses corporativos y una parte de la clase política. Estos han manejado los engranajes institucionales del país, con el objetivo de proteger sus intereses y evitar el acceso al poder de figuras que pusieran en peligro las bases del modelo. Esta alianza (informal) se creó para hacer frente a las investigaciones de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) que estuvieron cerca de derribar el sistema cuando en 2015 un caso de corrupción acabó con el gobierno de Otto Pérez Molina.
Desde entonces, esta alianza, heterogénea y con múltiples intereses, a veces no concordantes, ha conseguido mantener su hegemonía. Esto se logró apoyando a candidatos que no pusieran en peligro su control, como Jimmy Morales entre 2016 y 2020, quien se encargó de eliminar la misión de la Cicig, que ponía en riesgo los intereses de los grupos dominantes, y Alejandro Giammattei entre 2020 y 2024.
Estos grupos han podido configurar una base de partidos que han dado sustento a los Gobiernos. Sobre todo, la Unidad Nacional de la Esperanza, de Sandra Torres, y Valor, de Zury Ríos, dos fuerzas teóricamente rivales, pero que, en los hechos, han cogobernado el país con los diferentes oficialismos desde 2008.
Además, el control de las instituciones judiciales y electorales le ha permitido la exclusión en las elecciones a los candidatos amenazantes para el sistema, como Thelma Aldana en 2019 y Roberto Arzú, Thelma Cabrera y Carlos Pineda en 2023.
Así, el sistema ha conseguido que, para estos comicios de 2023, las dos candidatas prosistemas como Zury Ríos (hija del dictador Efraín Ríos Montt) y Sandra Torres (ex primera dama de Álvaro Colom y figura dominante en aquella administración) no tengan rivales antisistema como Arzú, Cabrera o Pineda. Solo deben enfrentar el ascenso de una figura como Edmond Mulet, que no pone en riesgo el control de los grupos de poder, más allá de sus propuestas de tinte más reformista.
Este 25 de junio se confirmará, en primer lugar, la preeminencia del voto de castigo al oficialismo. El partido Vamos, del presidente Giammattei, presenta como candidato a Manuel Conde, que acabará tercero o cuarto. Es toda una tradición guatemalteca que el partido oficialista no logre repetir victoria. Pero, si bien se trata de un voto de castigo al oficialismo, no lo es a la “alianza”, ya que la segunda vuelta enfrentará a Ríos y a Torres, o, en todo caso, a Mulet, frente a una de ellas.
Como siempre ha sucedido en Guatemala desde 1985, habrá segunda vuelta. Más aún, debido a la gran fragmentación política, ya que hay 22 candidatos presidenciales. Todo apunta a que Torres estará en esa segunda vuelta, dado que goza de un suelo electoral muy sólido. Pero, debido al rechazo que arrastra, que ya le impidió ganar en el balotaje de 2015 y 2019, quien se enfrente a la ex primera dama, probablemente se convertirá en el próximo mandatario.
A corto plazo, la gobernabilidad parece asegurada pese a que va a surgir un legislativo muy fragmentado. Ríos y Torres llevan cogobernando el país y forjando pactos clientelares con terceras fuerzas desde 2008. Y Mulet es un hombre que conoce el sistema, está en la política desde los noventa y se ha rodeado de figuras prosistema en su nuevo partido, Cabal.
Sin embargo, la gobernabilidad a medio y largo plazo se perfila más compleja. La institucionalidad (partidos, Congreso y, sobre todo, órganos judiciales) está herida de muerte en su legitimidad al haber sido cooptada por los intereses corporativos. Existe, sin duda, un gran malestar social que no ha podido canalizarse en esta campaña. Arzú trató de liderar la desafección, pero al quedar fuera, Carlos Pineda, un candidato malhablado, populachero, que se movía muy bien en las redes y un empresario hecho a sí mismo, se alzó con ese “voto bronca”. En un mes pasó del 10% a liderar las encuestas con entre el 25% y el 30% y a situarse como favorito para derrotar en la segunda vuelta a figuras que encarnan al sistema como Ríos y Torres.
Sacar a Pineda de la carrera electoral ha evitado a corto plazo el triunfo de un antisistema, pero ha dejado un pozo de frustración y un caladero de votos. Sobre todo, entre la creciente clase urbana y joven, que va a seguir buscando candidatos contrarios al establishment para la próxima elección.
Dada la deriva que atraviesa Centroamérica, lo que ocurra en Guatemala puede abonar los procesos que vive actualmente la subregión. América Central ha visto en el último quinquenio como emergía una dictadura (Nicaragua), el desliz de un régimen hacia métodos y prácticas autoritarias (El Salvador) y la penetración de un Estado por el narcotráfico hasta lo más elevado de la institucionalidad (Honduras), mientras que en los dos países de mayor desarrollo (Panamá y Costa Rica) se deterioran los pilares de sus modelos.
Si en Guatemala se consolida el actual sistema, que expertos como Daniel Haering tildan de “semidictadura corporativa”, el país cae en manos de un aspirante a Nayib Bukele o seguirá el camino de otras naciones centroamericanas hacia un fuerte y progresivo deterioro de sus instituciones democráticas, lo cual podría poner en peligro las libertades.
Autor
Investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y profesor en diversas universidades. Doctor en Historia Contemporánea de América Latina por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de la Univ. Complutense de Madrid.