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Relaciones Estados Unidos-Cuba: la política exterior liberal y sus descontentos

Los recientes acontecimientos en La Habana han llamado la atención sobre la históricamente problemática relación entre Estados Unidos y Cuba. A pesar de las cuestiones que han caracterizado las políticas internas del régimen cubano y de su impacto en la población, e independientemente de nuestras actitudes morales hacia esas políticas, puede ser útil considerar brevemente un rasgo dominante de la política exterior de Estados Unidos en el curso de las últimas décadas.

La visión wilsoniana y, de hecho, la visión liberal internacionalista de los asuntos mundiales, ha ofrecido, al menos desde la Gran Guerra, una narrativa interesada según la cual el carácter excepcional de Estados Unidos le otorga un papel especial en la monumental tarea de crear un orden mundial.

Woodrow Wilson hizo famosas las palabras: «autodeterminación» y «seguridad colectiva», como principios rectores de un nuevo orden internacional de posguerra. Como si se tratara de un Prometeo mitológico que trajera la civilización al mundo moderno, Estados Unidos iba a convertirse en la estrella de la humanidad. El wilsonianismo, o internacionalismo liberal, basa sus principios en una serie de principios que buscan fundamentalmente la transformación del orden internacional según su propia imagen.

Uno de los resultados es la creencia de que la intervención en los asuntos internos de los Estados no democráticos debería acabar produciendo la ansiada calma y armonía democráticas inspiradas por pensadores como Immanuel Kant, cuyas reflexiones utópicas en su Paz Perpetua de 1795 se convirtieron en un punto de referencia para los actuales entusiastas de la tesis de la paz democrática.

Sin embargo, esta postura utópica siempre ha fracasado. Se guía esencialmente por un ethos voluntarista, que se traduce en políticas intervencionistas concretas marcadas por una determinación inflexible y obstinada. Como señaló E.H. Carr en su The Twenty Years’ Crisis: 1919-1939, «El utópico es necesariamente voluntarista: cree en la posibilidad de rechazar más o menos radicalmente la realidad, y sustituirla por su utopía mediante un acto de voluntad».

La tesis contemporánea de la paz democrática, y su pensamiento liberal concomitante en materia de política exterior, no son, en este sentido, un compromiso razonado con la realidad, sino más bien una visión moral deletérea del orden que conduce a un conflicto ilimitado, que George F. Kennan criticó con tanta facilidad. En lugar de considerar la visión histórica realista del equilibrio de poder como un mecanismo para la paz, y en lugar de mantener la contención moral y emocional, busca el cambio radical y revolucionario como una especie de deus ex machina que cambia mágicamente la trama de la historia, y del futuro, a través de la mano no tan invisible del intervencionismo.

Las relaciones entre Estados Unidos y Cuba

Históricamente, las relaciones estables entre Estados Unidos y Cuba se han visto entorpecidas por las exigencias de los grupos de interés embarcados en un camino de retribución punitiva por el celo revolucionario de Cuba. Varias intervenciones a lo largo de la historia, como la tristemente célebre invasión de Bahía de Cochinos, sirvieron para antagonizar al gobierno y a la sociedad cubanos, a la vez que aglutinaron la resistencia a las iniciativas políticas de EE.UU..

En su discurso del 17 de diciembre de 2014, el presidente Obama, sin embargo, explicó: «En lugar de apoyar la democracia y las oportunidades para el pueblo cubano, nuestros esfuerzos por aislar a Cuba, a pesar de las buenas intenciones, tuvieron cada vez más el efecto contrario: cimentar el statu quo y aislar a Estados Unidos de nuestros vecinos en este hemisferio. El progreso que marcamos hoy es una demostración más de que no tenemos que estar presos del pasado».

Antes de esta declaración pública, la Ley de Democracia Cubana de 1992 y la Ley de Libertad y Solidaridad Cubana de 1996, pretendía ampliar y profundizar las sanciones contra el régimen castrista. A ello se sumaron otras iniciativas intervencionistas destinadas a fomentar la disidencia política en la isla.

Sin embargo, algunos thinktanks han formulado recomendaciones alternativas. Por ejemplo, un informe político del Instituto Cato de 2001 y un estudio político de la Corporación Rand de 2004 sugerían el levantamiento del histórico embargo como un paso positivo para fomentar el cambio en Cuba. La administración Obama, por su parte, aprovechó un momento histórico al restablecer los lazos diplomáticos con La Habana.

Su decisión fue una iniciativa sutil y audaz que buscaba la integración gradual de Cuba en la política y la economía occidentales. El reciente artículo de Richard E. Feinberg en Foreign Affairs, «A Return to Détente with Cuba», argumenta correctamente que «Obama creía -con optimismo razonado- que coser a Cuba al tejido de la economía global y exponerla a tendencias culturales más amplias induciría con el tiempo un cambio significativo». Sin duda, esto representó un punto de inflexión en las actitudes de Estados Unidos hacia Cuba.

A pesar de que la presidencia de Trump dió marcha atrás en la política de Obama hacia Cuba, estas últimas recomendaciones alternativas y la renovada visión de la administración Obama sobre las relaciones entre EE.UU. y Cuba, dan un paso más hacia una comprensión realista del orden internacional. La postura política liberal intervencionista, una variante de la cual es una política exterior basada en sanciones dirigidas al orden interno, sirve en gran medida para crear tensión e inestabilidad en las relaciones internacionales, como ha señalado acertadamente John Mearsheimer en su reciente obra The Grand Delusion.

El crecimiento de los sentimientos nacionalistas, la reafirmación de la soberanía y la independencia frente a lo que se percibe como designios coloniales, se convierten en la respuesta de referencia a la intromisión extranjera en los asuntos internos. La resistencia, en lugar de la conformidad, es la respuesta habitual a la injerencia extranjera.

La posición política de la administración Biden debería ser la de volver a comprometerse con Cuba con vistas a respetar los principios universalmente reconocidos de soberanía y no intervención, restaurando así el espíritu westfaliano entre los estados. Estos son, de hecho, los mismos principios que EE.UU. reclama ardientemente para sí mismo. Biden debería, como dijo Feinberg, jugar el «juego largo».

El cambio de régimen en Cuba debe ser, por tanto, más una función de la dinámica política interna que una política de cambio irracional y, de hecho, poco realista, orquestada desde el exterior. Esta última postura no ha conseguido nada significativo en 62 años.

A pesar de toda su preocupación por instigar y forzar la democracia en el orden interno de los Estados en un mundo cultural y políticamente dispar, la política de Estados Unidos quizás debería considerar, como dijo recientemente el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, la «democratización de las relaciones internacionales». Este renovado estado de cosas allanaría el camino hacia la preeminencia de la diplomacia y la negociación sobre las políticas de intervención y fuerza, agotadas desde hace tiempo.


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Profesor de Relaciones Internacionales del Depto. de Sociología, Ciencia Política y Adm. Pública de la Univ. Católica de Temuco (Chile). Doctor en Rel. Internacionales por la London School of Economics and Political Science.

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