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¿Hacia una sociedad sin cárceles?

La historia latinoamericana recordará al 2021 como un año complejo. No solo por los retos de la recuperación social y económica post-pandemia, sino por otros eventos preocupantes que nos siguen revelando la fragilidad de nuestras democracias como las protestas violentamente reprimidas en Colombia, las manifestaciones anti-inmigración en Chile y los resultados electorales inesperados en varios países de la región.

Más allá de la violencia y de las masacres carcelarias

Entre febrero y noviembre de este año, en varias cárceles de Ecuador han tenido lugar una serie de episodios de violencia extrema que resultaron en el asesinato de cientos de personas encarceladas. La cobertura mediática y la narrativa oficial para explicar estas masacres ha puesto en el centro al empresariado mafioso dedicado al narcotráfico transnacional. Sin embargo, hay que considerar una cuestión más profunda y a la vez muy cotidiana relacionada con el “sentido común”: el significado de la justicia y el rol que el castigo penal cumple en nuestra identidad colectiva.

Una de las instituciones consideradas indispensables, que considero paradójicas, es la penalidad. Es decir, el conjunto de mecanismos a través de los cuales opera el poder punitivo (leyes sustantivas y procedimentales, juzgados, penitenciarías, policía, discursos securitistas, entre otros) y que incluye al castigo carcelario. Aunque hoy nos parezca que nuestra forma de castigar es “civilizada” en comparación con los castigos corporales y la ejecuciones públicas de la Edad Media, en la práctica, el aparato penal nunca ha dejado de ser brutal. La masacre de Carandirú (Brasil) y las masacres en Ecuador nos han permitido confrontar lo que cotidianamente negamos: nuestros sistemas de justicia producen dolor, violencia, desposesión y exterminio.

Quizá uno de los sostenes más importantes de la creencia que tenemos de que el castigo cruento es una cuestión del pasado y nuestro presente de democracias liberales es un pináculo de la evolución histórica, es que hoy, formalmente, los castigos crueles, inhumanos y degradantes están expresamente prohibidos en instrumentos internacionales y constituciones. No obstante, aún somos muy medievales en la práctica: la prohibición formal no se ha traducido en realidad material.

De hecho, en gran medida, la prohibición expresa de castigos deshumanizantes tiene el efecto paradójico de reconciliarnos con el castigo penal, nos hace percibirlo como benigno, nos hace creer que es susceptible de “optimización”, y “humanización”, aunque la historia haya probado lo contrario década tras década, siglo tras siglo. Sin mayor evidencia para probarlo asumimos que el castigo repara a las víctimas, que disuade a potenciales infractores futuros, que remedia problemas que lejos de ser interpersonales son producto de un capitalismo tardío que opera a través del despojo.

Además, nos confiamos porque hay un sistema de derechos humanos que en el papel protege a las personas encarceladas. Nos sentimos tranquilos porque hay un debido proceso (también en el papel), que creemos que velará por nosotros si nos investigan penalmente. Sentimos tranquilidad porque pensamos que la violencia carcelaria es cosa de “los otros”, de los “delincuentes”, aunque ante nuestra mirada se vaya expandiendo el sistema penal, criminalizando cada vez más conductas y acercándose cada vez más a nuestras familias.

Construir alternativas al sistema carcelario

Por décadas, la investigación ha mostrado que la reincidencia es lo más común (la prisión no rehabilita), que el ingreso a la cárcel suele poner a las personas en contacto con redes delictivas con las que antes no tenían relación (la prisión no neutraliza) y que las personas en prisión tenían tan pocas oportunidades de supervivencia que habrían delinquido sin importar la amenaza de castigo penal (la prisión no disuade). Aun así, no somos capaces de imaginar un mundo sin cárceles.

El problema no es, vale aclarar, que existan principios de derechos humanos cuyo fin es proscribir tratos y castigos que atentan contra la dignidad humana. Estos son necesarios. El problema es que nuestras respuestas como sociedades tienden a ser cada vez más legalistas y menos socioeconómicas. La repetida creación de leyes, reformas legales y políticas públicas, desvían nuestra atención de la experiencia encarnada, corporal, de existir en la prisión.

Cuando comprobamos que ocurren violaciones a los derechos humanos en las cárceles, en lugar de plantearnos la reducción y potencial eliminación de un sistema que siempre produce dolor, pedimos la creación de más reglas abstractas. Reglas que nos consuelan, pero que poco o nada cambian en el mundo real.

Cuando un juzgado penal ordena prisión preventiva o un tribunal dicta sentencia condenatoria a un nivel formal y abstracto está actuando en el marco de la Constitución y los principios de derechos humanos. Sin embargo, sobre todo ante un problema sistémico, recurrente y estructural como el de las cárceles ecuatorianas, la condena es, en el mejor de los casos, una condena a castigos inhumanos, y en el peor de los casos, una condena a muerte.

Los enunciados legales que establecen límites a las penas ocultan la materialidad corporal del castigo. El ordenamiento jerárquico de los principios abstractos por encima de las experiencias encarnadas es muy propio del modelo epistémico cartesiano y del liberalismo jurídico, que a su vez propicia el relegamiento de otras formas posibles de ver el mundo y la vida en comunidad. La normalización del encierro y el dolor infligido sobre el cuerpo como una retribución “justa”, a la par con el carácter fundamentalmente abstracto y autorreferencial del derecho, restringe nuestra capacidad de imaginar un mundo distinto.

Entonces, mi invitación es a que pensemos en todos los mecanismos no penales que ya tenemos para resolver nuestros conflictos y los llevemos más allá. La justicia no penal ya existe: cuando se redistribuyen los recursos para que más personas puedan vivir dignamente, cuando accedemos a educación y salud sin importar nuestro nivel de ingresos, cuando podemos comprar productos locales y contribuir a una economía más solidaria. Pensemos en el abolicionismo penal como una estrategia radical para contrarrestar los nefastos efectos de la hegemonía capitalista, colonial y patriarcal. El poder político de nuestra imaginación es más revolucionario de lo que creemos.

Autor

Abogada, profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Azuay (Cuenca, Ecuador). Doctora en Estudios Sociojurídicos por la Universidad de Kent (Inglaterra). Especializada en usos feministas de la justicia penal.

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