Andrés Manuel López Obrador es el nuevo presidente constitucional de la república mexicana. Llega al cargo con el apoyo del 53% de los votantes y mayorías legislativas de su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Polarizador siempre (a veces víctima y a veces beneficiario de la misma polarización que causa), hoy no pocos lo interpretan como cabeza de un proyecto hegemónico. Margarita Zavala, excandidata presidencial independiente y esposa del expresidente Felipe Calderón, quien ganó a López Obrador la Presidencia en 2006 pero perderá el buen paso a la Historia por su catastrófica “guerra contra las drogas”, ha dicho que se inaugura un “poder ilimitado”, en línea de una hegemonía obradorista.
Rubén Aguilar Valenzuela, quien fue vocero del expresidente Vicente Fox y conocido comentarista mediático, ve en Morena un próximo partido hegemónico, ya en formación. Jesús Silva-Herzog Márquez, uno de los intelectuales públicos más finos e importantes de México, lee en López Obrador y su partido-movimiento una “clara intención hegemónica”. Zavala hace una afirmación de hecho; Aguilar, una especie de predicción, y Silva-Herzog, una sugerencia. No trataré la sugerencia sino la afirmación y la predicción. ¿Es o será Morena un partido hegemónico, tal y como lo fue el famoso PRI hasta 1997?
Para contestar, precisamente se necesitan precisión conceptual y precisión empírica, y relacionarlas con claridad. Se necesita saber qué es un partido hegemónico y cuáles son los números reales del poder morenista. Sobre lo primero, dice Reniú: “Las características relevantes de este sistema son que no permite una competencia oficial (real) por el poder, ni una competencia de facto; sí se permite la existencia de otros partidos, pero siempre que estos acepten jugar un papel totalmente secundario: en ningún caso pueden competir con el partido hegemónico en términos antagónicos ni en igualdad de condiciones. Es por ello que no existe (ni se concibe, para ser más exactos) la mera posibilidad de una alternancia en el poder” (Josep María Reniú, “Giovanni Sartori y el estudio de los partidos políticos”, p. 80, en mi libro Para leer a Sartori, México, BUAP, 2009).
Dicho de otro modo, en un sistema de partido hegemónico hay una forma de competencia entre partidos mediante elecciones, pero no hay competitividad suficiente a lo largo del proceso electoral, no es una “competencia competitiva”. Por tanto, el poder y, por ende, la alternancia, no están realmente en juego, ni desde las instituciones formales ni en la práctica decisiva.
Ahora veamos los datos empíricos esenciales. México es, en este momento, una muy defectuosa democracia presidencial mixta y federal: el régimen político es democrático, el sistema de gobierno es presidencial, el sistema electoral es mixto (principio de mayoría relativa + representación proporcional) y la forma del Estado es federal. Y el Poder Legislativo federal, llamado Congreso de la Unión, es bicameral (las legislaturas de las entidades federativas son unicamerales, no hay Senados estaduales). El sistema de partidos, actualmente multipartidista, es el objeto principal bajo la lupa y sobre lo que buscamos responder. La correlación de fuerzas legislativas o el balance de poder en el Congreso es clave para ello. En la Cámara de Diputados federales, Morena cuenta con 191 bancas, y los dos partidos con que formó la «Alianza Juntos Haremos Historia», el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Encuentro Social (PES), tienen 61 y 56, respectivamente. Juntos dan a López Obrador 308 de 500 diputados, es decir, el 61,6%. El PRI exhegemónico es la quinta fuerza en esa cámara con 45 posiciones; lo apunto como recordatorio de que las hegemonías no son eternas ni perennemente positivas para los partidos. En la Cámara de Senadores, Morena posee 55 bancas y sus aliados, 14; el PES, 8, y el PT, 6. Juntos reúnen para el presidente, 69 de 128 senadores, es decir, el 53,9%. El PRI es la tercera fuerza con 14 senadores.
Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera»
Así, Morena es dueña de la Presidencia y de mayorías parlamentarias, lo que en consecuencia forma un “gobierno unificado”, el primero desde 1997. Sin embargo, esas mayorías no son calificadas, no significan el 66% necesario para reformar la Constitución. Asimismo, caben dos elementos más: el 53% de los votos con que se ganó la Presidencia no solo no es el 53% de los mexicanos ni de todos los votantes potenciales, sino que es alto para lo mexicano contemporáneo, pero no lo es tanto en la comparación internacional; tampoco tiene Morena la mayoría de las 32 gubernaturas del país. De las nueve que estuvieron en juego en la pasada elección, quitando el extraño caso del estado de Morelos, ganó cuatro y perdió cuatro, según las cifras oficiales de la jornada. Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera; tiene mucho, pero no indudablemente demasiado: no es ni un poder sin límites ni un partido hegemónico.
¿Cómo sería tal cosa un partido que ha competido en una sola elección nacional (Ejecutivo federal + Congreso de la Unión) y que no puede reformar por sí mismo la Constitución como lo hizo el PRI por décadas? Un “gobierno unificado”, en general, y un “gobierno unificado no calificado” o unificado, pero sin mayoría congresual calificada, en particular, no bastan para la existencia de un sistema de partido hegemónico. No quiero decir que no haya problemas ni riesgos relativos al poder de Morena y López Obrador; digo que en los hechos actuales, en la realidad vigente, no se trata de un poder descontrolado ni hegemónico. ¿Lo será? ¿Puede llegar a serlo? Veamos.
Independientemente de las intenciones, deseos u objetivos de los actores protagónicos y necesarios, o, mejor dicho, en codependencia con estos y aquellas, existen condiciones electorales necesarias. Es decir, necesarias para verificar que se ha formado y rige un partido hegemónico. Mi perspectiva/propuesta es esta: serían necesarias por lo menos dos elecciones presidenciales y cuatro elecciones legislativas federales, dos de ellas para diputados y senadores, cuyos periodos son de tres y seis años, respectivamente, y dos intermedias solamente para diputados, que sean procesos consecutivos y en los que los resultados a favor del partido sean iguales o superiores a los obtenidos en las primeras elecciones de referencia. Estos serían criterios analíticos para la transición de un sistema pluripartidista a uno de partido hegemónico o similar desde una democracia presidencial como la mexicana. Si Morena volviera a ganar la Presidencia en la siguiente elección con el 53% o más de los votos y también volviera a ganar las tres siguientes elecciones al Congreso federal conservando o aumentando el porcentaje de sus mayorías-“gobiernos unificados”, entonces, probablemente Morena sea o se haya convertido en un partido hegemónico o en algo parecido, como algún tipo de partido predominante (en este punto, por cierto, me parece que se puede modificar y superar la clasificación de Sartori). De todos modos, como México es federal y su federalismo es tanto muy problemático como muy relevante, sería razonable decir que un nuevo partido hegemónico requeriría que la oposición perdiera cuando menos dos terceras partes del total de las gubernaturas en las dos o tres siguientes rondas electorales correspondientes.
En conclusión: hoy no hay en México un partido hegemónico; a corto plazo NO lo habrá y a mediano plazo… no necesariamente, no inevitablemente. Mas no sabemos. Nadie lo sabe. Pero si llegara a existir dicho sistema bajo Morena, no creo que pueda ser rápida y/o violentamente; podría ser por la vía lenta de la mezcla interactiva de reformas institucionales antipluralistas y anticompetitividad y victorias electorales amplias, e incluso así habría otra necesidad por cumplir: institucionalizar a Morena de tal modo que pueda existir establemente sin su fundador y líder máximo López Obrador, un hombre de 65 años. El camino hacia otro partido hegemónico en México no sería fácil ni corto. Veremos…
Autor
Cientista político, editor y consultor. Ha trabajado en el Centro de Investigación y Docencia Económicas - CIDE (Ciudad de México) y en la Universidad Autónoma de Puebla.