Hace tiempo que los países de América Latina incorporan el acervo democrático a su vida pública de manera continua y casi general. Solo recientemente la deriva autoritaria ha hecho mella en un pequeño número de ellos. El índice de transformación, de la Fundación Bertelsmann, que mide tres dimensiones del rendimiento político (la democracia, la gobernanza y la economía), señala que para 2020, pero con relación a 2018, el retroceso de la democracia y de la gobernanza afecta a Guatemala, Honduras, Venezuela y Nicaragua; mientras que en la economía, a Venezuela y a Nicaragua.
El ciclo político que comenzó a abrirse después de la muerte de Hugo Chávez y el descenso de los precios de las materias primas empezó a mostrar inequívocos síntomas de fatiga. Eran indicios hallables en democracias de otras latitudes que no eran una originalidad latinoamericana, aunque aquí sí que reaparecieran rasgos de una institucionalidad deficiente, que estaban reflejados en el conflicto entre los poderes del Estado, el papel de los militares y la incidencia de los Estados Unidos. Tres aspectos añejos y representativos, y que siguen impactando la política cotidiana.
La democracia fatigada se reflejaba en el malestar imperante en las sociedades y en la crisis de las instituciones representativas»
La democracia fatigada se reflejaba en el malestar imperante en las sociedades y en la crisis de las instituciones representativas. El primero se expresaba en movimientos de protesta pero en medio de un clima de conflicto social que tenía una radicalización de los discursos, no necesariamente políticos, y de polarización. Su origen residía en el mantenimiento de patrones de desigualdad y de exclusión social, así como por la explícita corrupción en medio de la democracia. A su vez, el imperio cultural del neoliberalismo potenciaba respuestas individuales y egoístas que retaban a las formas tradicionales de acción colectiva y a las lógicas de solidaridad en un escenario extremo de sociedades líquidas. Ello se expresaba, animado por las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información, en una opinión pública sin confianza en las instituciones, retraída de lo público e insatisfecha con la propia democracia.
Asimismo, la crisis de la democracia representativa tenía su epicentro en el deterioro del papel clásico de los partidos políticos que sufrían una drástica pérdida de identidad y eran capturados por candidatos con proyectos de marcado carácter personalista. Además, los sistemas de partidos eran vapuleados por la fuerte volatilidad electoral y por su constante fragmentación. Esta situación suponía una manifiesta banalización partidista. Si estas circunstancias también se encontraban en Europa, en América Latina se veían agravadas por el presidencialismo como forma de gobierno y por tener Estados con capacidades mínimas.
En apenas 100 días este problema ha cambiado radicalmente. Si bien permanece el poso dejado por la fatiga, el momento actual avizora uno de democracias en cuarentena. Tres líneas definen el actual terreno de juego de la política.
La primera evidencia que la pandemia es una época ideal para activar el autoritarismo porque conlleva la excusa perfecta del estado de emergencia o para la promulgación de medidas excepcionales. Nunca una expresión tan coloquial como la pronunciada por Andrés Manuel López Obrador fue más sintomática de esta forma de obrar: la pandemia venía “como anillo al dedo” para alcanzar los objetivos gubernamentales o para satisfacer ambiciones individuales como las del salvadoreño Nayib Bukele.
En otra dirección, el Gobierno uruguayo, al proponer la Ley de Urgente Consideración de 502 artículos, lleva a una profunda reforma para achicar el Estado y endurecer el código penal, algo antidemocrático e inconstitucional según la oposición.
Paralelamente, el 7 de mayo, el Gobierno boliviano aprobó un decreto por el que las personas que “difundan información de cualquier índole, sea en forma escrita, impresa, artística y/o por cualquier otro procedimiento, que ponga en riesgo o afecte a la salud pública, generando incertidumbre en la población, serán pasibles a denuncias por la comisión de delitos tipificados en el Código Penal”.
La segunda se refiere a la exacerbación de conflictos institucionales. Se registra el cercenamiento de las funciones legislativas y de control de los Congresos a favor de Ejecutivos que refuerzan su histórica preponderancia. Algo que, además, se debe a la complejidad de hacer funcionar (por imperativo legal) órganos pluripersonales (en algunos solo son válidas las sesiones presenciales) o por impericia técnica al carecer de mecanismos para sesionar virtualmente (justo tras dos meses de total inactividad, el 13 de mayo el Senado argentino realizó su primera sesión remota en la historia).
Simultáneamente, surge un conflicto entre las capitales y la periferia: los Gobiernos centrales intentan torcer el brazo a los de los estados (México y Brasil) o a los municipios (Colombia). También hay tensión por el aplazamiento electoral. Existe incertidumbre ante la reprogramación de los comicios presidenciales de República Dominicana, que están retrasados a julio, mientras que en Bolivia la pugna es tenaz entre el Congreso, que quiere celebrarlos cuanto antes, y el Gobierno, proclive a realizarlos más tarde. En Chile, donde ya se aplazó el plebiscito para la reforma constitucional, el presidente Sebastián Piñera ha señalado que es un asunto que “quizás deba volverse a discutir”.
Finalmente, la pandemia de la COVID-19 ha subrayado la relevancia del Estado y su imprescindible capacidad de incidir en la realidad mediante diferentes políticas públicas. La situación es de aguda depresión económica con altas cotas de desempleo y de incremento de la precarización. La COVID-19 perjudica a las economías latinoamericanas bloqueando a sus poblaciones, dañando sus ingresos de exportación y disuadiendo al capital extranjero.
Así, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), los Gobiernos se enfrentan al reto de garantizar imprescindibles transferencias monetarias temporales para satisfacer necesidades básicas y sostener el consumo de los hogares, algo que supondría el 3,4% del producto interno bruto (PIB).
Urge implementar un pacto social y fiscal, con más progresividad en la recaudación, incluyendo al 1% más rico, para facilitar que los Gobiernos puedan actuar. La propuesta cepalina es que el denominado ingreso básico de emergencia dure al menos seis meses. La medida, que en principio solo beneficiaría a los 215 millones de personas en situación de pobreza, supondría un gasto adicional del 2,1% del PIB regional, en una región donde la evasión fiscal es del 6,3% del PIB.
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Foto de srgpicker en Foter.com / CC BY
Autor
Director de CIEPS - Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP-Panama. Profesor Emerito en la Universidad de Salamanca y UPB (Medellín). Últimos libros (2020): "El oficio de político" (Tecnos Madrid) y en co-edición "Dilemas de la representación democrática" (Tirant lo Blanch, Colombia).