26 de octubre: el presidente salvadoreño es derrocado por un golpe de Estado. Corre el año 1960; el presidente depuesto es José María Lemus. Mismo día, sesenta y tres años después: el presidente salvadoreño registra su candidatura presidencial pese a que la Constitución excluye la reelección. Se ampara para ello en una sentencia de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, cuyos jueces han sido elegidos en un proceso irregular en el Congreso a instancias del primer mandatario: Nayib Bukele.
Dos eventos tan dispares como el de 1960 y el de 2023 suelen ser colocados en la misma pista: la que conduce de la democracia a la autocracia. Sin embargo, se trata de procesos políticos radicalmente distintos. Confundirlos reduce el complejísimo mecanismo de relojería de la política a una clepsamia: la arena se encuentra en el receptáculo superior –democracia– o en el inferior –autocracia–; no hay más análisis posible. Sin embargo, los contrastes entre 1960 y 2023 ayudan a dilucidar lo que está ocurriendo en El Salvador ahora mismo, y la imagen que se desvela es ciertamente más compleja e interesante.
Comencemos desarmando dos mitos acerca de la democracia. El primero es que había llegado para quedarse indefinidamente, y que su degradación es una anomalía, un proceso contra natura. Nada más lejos de la realidad: hace dos mil años Polibio dejó asentado que los regímenes rectos tienden a degenerar con el paso del tiempo. No solo la democracia, pero también la democracia.
El segundo mito es que cuando se desvanece la democracia, su lugar es indeclinablemente ocupado por la autocracia. El propio Polibio lo desmiente: la democracia tiende a degenerar en demagogia, esto es, el gobierno desviado de la mayoría. Naturalmente, lo que propone el griego es un esquema general, no una enciclopedia exhaustiva de los quiebres democráticos. Pero nos pone, como mínimo, sobre una pista de gran interés: al contrario de lo que leemos día tras día, no todo lo que no es democracia es autocracia.
Volvamos al 26 de octubre de 1960. Lo que había en El Salvador hasta el día anterior no era estrictamente una democracia: era un régimen mixto. Ya puede el lector adivinar qué pensador griego se ocupó de definir tales regímenes. Mixto: combinación de monarquía, aristocracia y democracia. En la Roma en que vivía Polibio, ello se materializaba en un gobierno formado por dos cónsules (componente monárquico), un senado (factor aristocrático) y los tribunos de la plebe (elemento democrático).
Las repúblicas latinoamericanas recién independizadas tomaron el ideal romano y lo adaptaron al modelo presidencial estadounidense: presidente (monarquía), cámara alta (aristocracia), cámara baja (democracia). Es aproximadamente el mismo esquema que rige en la actualidad en prácticamente toda la región, aunque no tengamos constantemente presente su origen.
En El Salvador de José María Lemus existía una configuración similar. Simplificando mucho, se podría identificar al presidente (o al gobierno en conjunto) con el componente monárquico y a la cámara baja como factor democrático. A falta de Senado, el elemento aristocrático estaría constituido por diversas corporaciones, que hoy identificaríamos con los “poderes fácticos”, los pesos y contrapesos institucionales dentro del Estado, etc.
Lo que ocurre durante un golpe de Estado militar como el de 1960 es que el presidente constitucional es apartado por una junta militar. En términos de Polibio, el componente monárquico es desplazado por su correspondiente desviado: la tiranía (el gobierno desviado de uno solo o de un núcleo muy pequeño). Y el elemento democrático es eliminado: desaparecen los representantes votados por el pueblo.
A medida que diseccionamos el expediente de 1960 se va haciendo la luz sobre el de 2023 y van emergiendo las diferencias entre los dos. Cuando Bukele decide presentarse a unas elecciones que le están vedadas por la Constitución, no ataca directamente la democracia. Erosiona el Estado de Derecho, es decir, la sujeción del poder a las leyes. Diría Polibio que Bukele degrada el componente monárquico y lo transforma en tiránico. Pero la democracia sigue en pie, en tanto las elecciones de 2024 sean limpias y le permitan a la ciudadanía mantener al actual presidente en el poder o expulsarlo.
Ahora bien, si la mayoría ciudadana vota a un candidato que abiertamente se salta la ley, que manipula la Corte Suprema para que avale su deriva anticonstitucional, ¿seguiremos localizando el problema en el propio Bukele? ¿Continuaremos situándolo en el componente monárquico/tiránico? Sería un grave error. Para eso es tan útil y necesario recuperar a Polibio: para comprender que en el caso de El Salvador hay un fusible llamado democracia, que permite al pueblo eyectar del poder a un gobernante tiránico. Y si la ciudadanía, al contrario de eyectarlo, lo legitima, entonces lo que habrá ocurrido será la degradación de la democracia en demagogia –no en autocracia–.
Para finalizar, un matiz relevante. Una de las acusaciones que recaen sobre Bukele es la persecución de la prensa independiente. Y uno de los factores imprescindibles para que las elecciones sean limpias es que la ciudadanía disponga de información diversa y lo más completa posible. A este respecto sí se podría afirmar, de ser ciertas las denuncias, que Bukele retuerce el aparato respiratorio de la democracia. Y ante el desmayo democrático, se disuelve el régimen mixto y el poder queda reconcentrado en el tirano.
Autor
Politólogo y Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Especializado en la sucesión del poder y la vicepresidencia en América Latina.