Venezuela es una dictadura donde se continúan realizando elecciones. Pero estas no sirven para representar los intereses de la población o conocer sus preferencias. El voto hoy es un instrumento para destruir la autonomía de la ciudadanía, confundir al electorado y fragmentar a la oposición.
El principal objetivo de esta ingeniería institucional es la destrucción deliberada del sistema de partidos. Las sociedades modernas tienen grandes desafíos para organizar la acción colectiva sin los partidos políticos. La falta de tiempo, de experiencia y recursos, así como las grandes distancias, impiden que la mayoría de la población pueda organizarse para luchar por sus demandas. Los dictadores lo saben y por eso se esfuerzan por neutralizar a los partidos, ya que usualmente la actividad política de los ciudadanos resulta acéfala, desorientada e impotente cuando estos no están presentes.
El nuevo sistema partidario, diseñado por el régimen autoritario de Nicolás Maduro, tiene al PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela) en el centro. Controla todos los poderes del Estado, pero, al mismo tiempo, ha perdido toda legitimidad popular. Datos disponibles, como las actas de la elección presidencial del 28 de julio de 2024, indican que el oficialismo apenas ronda el 20% de apoyo real, y si no tuviese a disposición los recursos del estado, seguramente esta cifra sería menor.
La oposición a Maduro, por el contrario, concentra el 80% del electorado, pero está compuesta por una miríada de partidos, que parecen cambiar en cada elección, sin que la población realmente los conozca. Peor aún, muchos partidos que se autodenominan opositores frecuentemente carecen de trayectoria o base social visible, y en su mayoría son percibidos como colaboracionistas del régimen o como mecanismos para dividir el voto opositor.
Esta proliferación de partidos no es síntoma de vitalidad democrática, sino de su anulación. La atomización de la oposición no refleja la diversidad de propuestas, sino una arquitectura del poder orientada a impedir cualquier forma de agregación efectiva de demandas.
Las últimas elecciones parlamentarias muestran perfectamente cómo funciona este ecosistema. Las principales plataformas de la oposición son excluidas a través de medios inconstitucionales y sus líderes más populares son encarcelados u obligados a exiliarse. Incluso partidos con poca atracción social, pero autónomos, como el Movimiento Por Venezuela (MPV) fueron inhabilitados sin explicación.
Esto no solo ocurre con la oposición tradicional. Una gran cantidad de partidos y movimientos de izquierda, que alguna vez fueron aliados de Chávez, pero que hoy se oponen a Maduro, han perdido toda representación política y sus líderes se encuentran bajo constante presión policial o sujetos a desaparición. El secuestro de la tarjeta electoral del Partido Comunista de Venezuela, la persecución al exalcalde Juan Barreto y la reciente encarcelación del exministro Rodrigo Cabezas son ejemplos claros.
Además, la opacidad del sistema electoral venezolano es tal, que es imposible conocer los votos que fueron obtenidos por ninguna organización. Esta falta de transparencia sirve para qué Maduro pueda premiar a actores políticos, distribuyendo puestos en la Asamblea Nacional, entre aquellos que demuestren su lealtad al sistema.
Este esquema se ha demostrado exitoso. El resultado es la enorme abstención electoral y un desinterés general de la población por la actividad política, donde es incapaz de ver resultados concretos para sus necesidades. Además, la oposición se mantiene dividida entre grupos que prefieren aceptar su posición subordinada para obtener algún recurso y reconocimiento del Estado, y otros, que a falta de mecanismos institucionales parecen esperar por la intervención de otros países para mudar la correlación de fuerzas. El escenario es de paralización política total.
Entre los 80 y 90 en Venezuela se criticaba la democracia de “cogollos” (las oligarquías de los partidos), hoy el país tiene una dictadura “latifundista”, basada económicamente en su control improductivo del territorio y políticamente en la represión y distribución de premios entre los “peones”.
La oposición democrática no enfrenta únicamente el reto de canalizar demandas sociales fragmentadas: enfrenta un marco legal punitivo diseñado para impedir su consolidación. En lugar de fortalecerse con la experiencia electoral, los partidos opositores son desarticulados una y otra vez mediante decisiones administrativas que no responden a ningún tipo de criterio jurídico.
Frente a esta realidad, los partidos venezolanos enfrentan una tarea monumental: reinventarse en condiciones de clandestinidad, represión y control institucional absoluto. Los llamados “partidos de masas” son efectivos en contextos democráticos, con acceso libre a medios de comunicación masivos y reglas estables. Pero sus estructuras organizativas y sus ideologías difusas, son poco eficaces cuando sufren la persecución y el acoso institucional permanente.
Aunque resulte difícil, solo volviendo a sus raíces sociales, reconstruyendo vínculos orgánicos con la ciudadanía y apostando por formas creativas de organización y resistencia, podrán preservar el papel fundamental que tienen en toda democracia: ser canales legítimos y eficaces de representación política. Aunque contraintuitivo, los partidos políticos deben dejar de medir su éxito en resultados electorales y comenzar a comprenderlos en términos de capacidad de organización y cuadros comprometidos.
Esto no solo es vital para sostener la resistencia democrática en el presente. En un eventual escenario de transición política, el desenlace será verdaderamente democrático solo si existen partidos fuertes, con legitimidad social y capacidad organizativa, que puedan encauzar el proceso y evitar que la salida derive en un nuevo desorden o en fórmulas igualmente autoritarias.
En un sistema donde las elecciones ya no son mecanismos de alternancia, sino de consolidación autoritaria, el mayor desafío es resistir siendo partido, cuando todo está diseñado para impedirlo.