En estos días en los que se cumple un nuevo aniversario del primer golpe de Estado en la historia de la Argentina moderna es necesario recordar lo fácil que fue justificar en términos legales la ilegalidad más absoluta. Cuando el 6 de septiembre de 1930 el general José Félix Uriburu hizo su golpe inspirado en la experiencia fascista, solo tuvo que recurrir a su poder de facto para barnizar su dictadura con un marco legal.
Cero de exclusividad en esta destrucción de la política constitucional argentina mediante justificaciones legales. En América Latina, ha habido varios líderes políticos y funcionarios que traicionaron las constituciones y el gobierno democrático de sus países al propiciar golpes de Estado y participar en ellos.
También es el caso más reciente de Estados Unidos con el intento trumpista de auto-golpe el 6 de enero de este año. Pero una diferencia con el pasado golpista latinoamericano es que en Estados Unidos las Fuerzas Armadas y los otros poderes no apoyaron el golpe. Tampoco lo hizo la mayoría de la población.
En Argentina no pasó lo mismo en 1930. Los políticos conservadores que habían perdido las elecciones presidenciales de 1928 luego apoyaron el golpe del general Uriburu, quien quería cambiar permanentemente la nación de una democracia a una nueva república fascista corporativista y dictatorial. Analicemos como se “legalizó” ese robo de la democracia.
La Corte Suprema, días después de la toma de posesión de Uriburu, reconoció oficialmente la situación de facto y legitimó el golpe por motivos extraconstitucionales: la estabilidad y supervivencia de la república. Nuestros jueces priorizaron el orden social y la seguridad política sobre la legitimidad democrática, sentando un precedente legal para los futuros dictadores argentinos y también para presidentes democráticas que piensan que la ley es ornamental.
En otros casos latinoamericanos, los tribunales no fueron facilitadores y, en cambio, los golpes fueron legitimados por partidos conservadores y anticomunistas que controlaban las legislaturas nacionales. Tras una derrota en las urnas, estos conservadores se consolidaron y tomaron el poder dentro de las instituciones de gobierno para luego impulsar políticas impopulares y desiguales.
Por ejemplo, en Brasil en 1964 los políticos conservadores, incluida la mayoría en el Congreso, apoyaron un golpe de estado contra el presidente electo João Goulart. En Chile, Augusto Pinochet lideró un golpe de Estado contra Allende, legítimamente electo, superando por la fuerza al gobierno en 1973. El dictador disolvió inmediatamente el Congreso, pero los partidos conservadores apoyaron el golpe.
Estados Unidos apoyó estos dos golpes como parte de su cruzada anti-izquierdista de la Guerra Fría. Mas recientemente, vemos un peligro similar en Brasil en donde los tribunales superiores se oponen a la amenaza de un golpe bolsonarista el año que viene, pero las Fuerzas Armadas y otras instituciones del Estado parecen mantener una alarmante ambigüedad sobre los peligros fascistas del bolsonarismo.
En la historia del golpismo el caso argentino tiene la particularidad de que la Justicia se olvidó de su función y acompañó al poder de facto desde el comienzo. Ya el teórico jurídico más importante del fascismo, Carl Schmitt, había presentado su idea de que la legitimidad es más importante que la legalidad, es decir, que si un gobierno es popular y por lo tanto “legitimo”, esa legitimidad es más importante que el marco legal preexistente. Esta teoría llevó a Schmitt a plantear que la palabra del líder es fuente del derecho. Llegada al límite esta situación destruye la democracia y así paso con el nazismo.
En el fascismo, el poder discrecional del dictador prevalece sobre el estado de derecho. En la Alemania nazi, Adolf Hitler se representó a sí mismo como “el juez supremo de la nación”. Schmitt afirmó en 1934 que el Führer era la encarnación de la “jurisdicción más auténtica”. Schmitt tenía intenciones arribistas e ideológicas. Y terminó convirtiéndose en un nazi pleno legitimando al Führer con su personalidad jurídica y, en última instancia, dando cobertura legal a la idea fascista de que el líder siempre tiene razón.
Al igual que Schmitt, la mayoría de los juristas, fiscales, jueces y funcionarios públicos aceptaron la transformación del sistema legal por parte de Hitler de tal manera que la suya se convirtió en la última palabra legal.
Las mismas intenciones tenía Uriburu como las tuvo Pinochet o los generales de la Junta Militar argentina en las décadas del 70 y los primeros años 80. Lo mismo se puede decir de gobiernos que destruyen la democracia como los de Nicaragua, Venezuela o El Salvador en la actualidad o de los políticos aspirantes a fascistas que glorifican la violencia, mienten descaradamente, se creen los dueños de la verdad y niegan la ciencia (de las vacunas al cambio climático), hacen del odio y la demonización el eje de la política, y pretenden que sus intereses son más importantes que el marco constitucional.
Todos estos ejemplos iluminan la actualización de una tendencia anti-democrática y anti-constitucional de los que piensan que el poder y la legitimidad del poder los autoriza a ir por encima de la ley.
En este marco, el aniversario del funesto golpe de 1930 se presenta como advertencia. La norma y la política no siempre van de la mano. Pero cada vez que la ley se somete absolutamente a la discrecionalidad del poder la democracia sufre o es destruida, como nos pasó en 1930.
*Texto publicado originalmente en Clarín
Foto de Luis E. Fidhel G.
Autor
Profesor de Historia de New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor por Cornell Univ. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es "Brief History of Fascist Lies" (2020).