Profesor-Investigador del Centro de Inv. para la Comunicación Aplicada (CICA), Universidad Anáhuac México. Doctor en Filosofía Política. Coordinador del Proyecto ¿Consolidación o debilitamiento de la democracia en América Latina? en la UNAM.
La paradoja del proceso electoral más grande en la historia del país es que la furia de la violencia, del discurso, de la injusticia social y derivada de la polarización, nos dejan a los electores sin alternativas reales para tomar una decisión.
El riesgo de la polarización es que genera una fractura social que nos podría llevar a un resultado de todo o nada. El voto no sería por el apoyo o rechazo a una plataforma política, sino una herramienta para silenciar aquellas voces con las que diferimos.
El Instituto Nacional Electoral es el centro de la controversia que ha hecho que los mexicanos nos situemos en uno de los siguientes bandos: “transformadores” o “continuistas”.
Nuestra actual disputa por la democracia tiene una dimensión heroica en la que “salvar a la democracia” implica una violencia simbólica y material que quizá no podremos evitar.
La nuestra es una época de democracia anormal. Algunos piensan que basta con volver a cierta normalidad política para que el rumbo de la democracia tome su cauce ordinario; otros piensan que ha llegado el momento de crear algo diferente o radical.
Ante las sucesión de elecciones que se viene es importante, por el bien de la democracia, que las propuestas superen a las descalificaciones, sobre todo en el marco de la crisis sanitaria, económica y política que vive América Latina.
Actualmente la polarización tiene un ingrediente menos empírico y más político-afectivo que la distingue del pasado y que la convierte en un problema estructural de las democracias actuales.
Tras varios años de reducción del apoyo a las democracias en la región, la última encuesta del Latinobarómetro presentan signos débiles pero positivos de resiliencia marcados por la disposición para hacer valer la voz a través de la protesta o las urnas.