A pesar de su fuerte campaña presidencial, después de ganar los comicios de octubre de 2018, Jair Bolsonaro inició un proceso de desescalada de la tensión. Cuando su elección ya era clara, tras la victoria en el primer turno, cambió su actitud y discursos, intentando consolidar, así, su liderazgo entre electores más moderados. De esta forma, parecía aproximarse más a un conservadurismo sui géneris que a un proyecto de ruptura radical, intentando contentar al mismo tiempo a los grupos bolsonaristas sumamente ideologizados, a los muchos descontentos con la anterior gestión de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), a aquellos sectores sociales que se habían movilizado en favor de una agenda en contra de la corrupción, además de a un número nada desdeñable de votantes atraídos por el efecto del candidato que ya aparecía claramente como ganador.
Ya al formar su gobierno en 2019, mientras el propio presidente y algunos ministros clave, como el de Exteriores, Educación o de Derechos Humanos se encargarían de azuzar a sus seguidores más fieles y radicalizados, la gestión económica sería dejada a un ortodoxo como Paulo Guedes. Este sería el encargado de contentar a los mercados y, aparentemente, conducir con un enfoque técnico las políticas que llevarían a Brasil a recuperar el crecimiento. El sello de calidad de esta estrategia lo daba el nombramiento de Sergio Moro como ministro de Justicia, adalid de la operación Lava Jato, y con aura de profesional imparcial entre amplios sectores sociales, a pesar de su dudoso estilo como juez.
Bolsonaro, que al principio de su mandato contaba con distintas opciones para consolidar su proyecto político, ha decidido quemar las naves y ha fiado su continuidad política a una estrategia sin retorno»
Las credenciales democráticas de Bolsonaro, sin embargo, son más bien tenues y, como si de la fábula del escorpión se tratara, su incapacidad para establecer coaliciones o aceptar los límites del poder presidencial en un sistema de división de poderes, deriva de la propia naturaleza de su populismo de derecha. Nostálgico manifiesto de la dictadura militar y al mismo tiempo sin suficientes dotes de liderazgo, hoy parece claro que si, en los primeros meses de su mandato finalmente tuvo que plegarse a las reglas del juego de la política institucional, fue porque su victoria electoral resultó menos contundente de lo esperado, y porque el bolsonarismo jamás ha conseguido convertirse en un verdadero proyecto de movilización social, más allá de su prevalencia en las redes sociales.
Sin embargo, poco a poco, incapaz de establecer una coalición que sustentase su agenda propia, las continuas renuncias del Parlamento a aprobar sus propuestas legislativas le han hecho perder la paciencia. Así, en lugar de diluir sus propuestas más radicales buscando dirigirse a los electores moderados que acabaron decantando la balanza a su favor en las elecciones de 2018, ha acabado por dejarse arrastrar por grupos sectarios que le encumbraron en su inicio.
Bolsonaro, que al principio de su mandato contaba con distintas opciones para consolidar su proyecto político, ha decidido quemar las naves y ha fiado su continuidad política a una estrategia sin retorno: en lugar de construir una mayoría social de apoyo, ha preferido consolidar su liderazgo entre el sector más radicalizado de sus bases.
El éxito de esta estrategia depende, por tanto, de elevar el tono de crispación para garantizar la adhesión inquebrantable de sus electores más fieles. Al mismo tiempo, apuesta por que el caos creado dificulte la agrupación de una oposición que hoy en día está muy fragmentada, y convirtiendo a sus apoyos en la mayor y mejor movilización de las minorías.
Cabe reseñar que la capacidad de Bolsonaro para dirigirse a “sectores nicho” del electorado no debe ser desdeñada, sobre todo si atendemos a los precedentes. Si bien su idoneidad como político se suele juzgar por su incapacidad durante más de treinta años como diputado de aprobar un solo proyecto legislativo, no menos cierto es que, durante ese tiempo, consiguió fidelizar una base electoral que apuntaló tanto su carrera política como la de tres de sus hijos.
Conductas aparentemente irracionales, como su postura negacionista frente a la crisis de la COVID-19 deben ser analizadas dentro de esta lógica, la de un político que, desdeñando la función de articular cualquier política pública, está muy especializado en construir bases políticas inquebrantables, y que hoy en día cuenta, además, con las herramientas técnica y discursivas de la derecha alternativa estadounidense. Así, en un contexto global en el que el único tema posible de la agenda política es la pandemia, Bolsonaro tenía dos posibilidades. Una era tratar de enfrentarla como la mayoría de los líderes democráticos del mundo y, arriesgarse, por tanto, a que los resultados de esta gestión le fueran imputados a su gobierno. La segunda era desmarcarse del asunto, ceder la responsabilidad a los distintos gobernadores y alcaldes, y construir un nuevo hombre de paja, en este caso, la comunidad científica y los organismos internacionales, que estaría urdiendo una supuesta conspiración para derrocar a su gobierno, imponiendo, además, la falsa dicotomía entre seguir la cuarentena o salvar la economía.
Esta última opción fue la adoptada por Bolsonaro, lo que le llevaría a enfrentarse tanto con su ministro de Sanidad, despidiéndole cuando la aprobación ciudadana de su gestión estaba en auge, como con todos los gobernadores, entre ellos numerosos apoyos de su base aliada conservadora.
Y, aún así, pese a que su irresponsable gestión de la crisis sanitaria le ha dejado sin apenas aliados políticos y ha abierto la posibilidad de sufrir un impeachment, apenas perdió apoyo entre sus votantes más fieles tras la salida del ministro Luiz Henrique Mandetta del gobierno.
La dimisión de Sergio Moro, sin embargo, sí que se trató de una circunstancia sobrevenida, que aún así no ha hecho sino ahondar en ese proceso de radicalización. La salida de Moro se debe a su negación a aceptar la propuesta de Bolsonaro de nombrar un director de la Policía Federal para controlar las investigaciones que comprenden a los hijos del presidente.
Tras el divorcio, Bolsonaro pasó a defenderse atacando, intentando denigrar la figura de Moro, lo cual no deja de tener riesgos, habida cuenta de la enorme influencia que la figura del exjuez todavía tiene entre la opinión pública. Así, la encuesta realizada por la agencia XP Ipespe revelaba que desde la dimisión de Moro el 24 de abril, la calificación positiva de su gobierno había caído del 31% al 27%, mientras que la calificación negativa había subido del 42% al 49%.
Se puede observar, por tanto, como su estrategia de ruptura con su base aliada comienza a mermar su apoyo, pero, en cualquier caso, todavía es pronto para dilucidar la intensidad de esta pérdida. Lo que está claro es que, llegado a un punto de no retorno, precisamente Bolsonaro no necesita hacer políticas, sino mantener una campaña permanente para movilizar a sus fieles, por lo que su incapacidad para gobernar puede no hacerle tanta mella. En cualquier caso, el éxito de su estrategia ya no depende tanto de las decisiones que pueda tomar en el futuro y de la habilidad de la oposición para ofrecer una alternativa y, sobre todo, de la profundidad de los estragos sanitarios y económicos que la crisis de la COVID 19 causará en Brasil.
Foto de Palácio do Planalto en Foter.com / CC BY
Autor
Profesor de Políticas Públicas en la Univ. Federal Fluminense - UFF (Brasil). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Fue investigador de postdoctorado en el Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (IESP/UERJ).