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¿Cómo afecta la inseguridad a la popularidad del presidente?

¿Puede la sensación de inseguridad ciudadana hacer colapsar la credibilidad de un presidente? O, por el contrario, la percepción de violencia bajo control, en un contexto de seguridad que está aumentando, ¿podría fortalecer el prestigio de los gobernantes? ¿O solo cuentan los éxitos y fracasos en el terreno económico para entender la popularidad o impopularidad del Ejecutivo en nuestra región?

Según encuestas de opinión pública, los votantes latinoamericanos están inmersos en el pesimismo. El estudio Latinobarómetro muestra que la proporción de las personas insatisfechas con la democracia pasó de poco más de la mitad en 2008 a tres de cada cuatro personas en 2020. Las razones son conocidas. Con la excepción de 2020 y 2021, cuando el mundo estaba inmerso en la pandemia de la COVID-19, todos los sondeos muestran que para los latinoamericanos el principal problema es la situación económica, especialmente el desempleo y los bajos salarios, y le siguen la delincuencia y la corrupción.

Concretamente en el tema de la seguridad ciudadana, el 38% de los latinoamericanos dice vivir en lugares donde hay crimen organizado, grupos armados, narcotraficantes o «pandillas», y más de la mitad dice cambiar sus horarios por miedo.

Desde hace algún tiempo, la inseguridad y la sensación de amenaza o violencia inminente se ha convertido para los gobernantes en una amenaza a su autoridad, comparable con la devaluación del poder que causan la inflación y otras incertidumbres económicas. ¿Qué impacto puede tener entonces la centralidad del problema de la falta de seguridad y previsibilidad de la integridad física y patrimonial en la evaluación de los gobernantes?

El impacto que tiene tanto la sensación de inseguridad como la experiencia objetiva del delito en la opinión pública con respecto a los presidentes latinoamericanos es, según los estudios, demoledor. De ahí, las posturas de “mano dura” y decisionismo controlando la percepción de amenaza y transmitiendo una sensación pública de orden que buscan imprimir los gobernantes.

Una cuestión clave para determinar este efecto es el grado de asignación constitucional de la responsabilidad de mantener el orden y controlar la delincuencia, que puede ser exclusiva del Gobierno nacional o compartida. Sería natural esperar que la popularidad de los Gobiernos nacionales, con responsabilidad exclusiva en materia de seguridad, se viera más afectada por los sentimientos de vulnerabilidad personal o patrimonial y la sensación de victimización. En otras palabras, los votantes tenderían a castigar o a recompensar más a quienes ocupan cargos en contextos en los que su responsabilidad en materia de seguridad pública es clara.

Esta sospecha va más allá de la consideración académica en la medida en que puede moldear radicalmente los destinos de un Gobierno, ya que la percepción de su capacidad ―o incapacidad― para construir una noción generalizada de control puede representar la diferencia entre su supervivencia o caída y ―más aún― entre la conformidad o no con el funcionamiento de la democracia.

Encuestas como LAPOP, realizadas antes del estallido de la COVID-19, indicaban que casi la mitad de los latinoamericanos entrevistados decía sentirse inseguro y, en algunos países, este contingente llegaba al 67%, como en el caso de Panamá en 2016. En tanto, el promedio regional de victimización afectó a uno de cada cuatro latinoamericanos, aunque en países como México, Honduras y Brasil este porcentaje superó los 30 puntos.

¿Cuánto explican ―entonces― estas sensaciones la tremenda variación en la popularidad presidencial que encontramos en el periodo prepandémico entre mandatarios, capaz de oscilar desde un nivel tan extremadamente bajo como apenas el 10% para el entonces presidente Michel Temer en Brasil en 2016 hasta un extremo increíblemente alto con más del 70% de aprobación para el gobierno presidido por AMLO en México en 2018?

Los análisis de la relación entre estas medidas demuestran la fuerte dependencia de la capacidad de gobernar con la sensación de seguridad de la población. Los ciudadanos que se sienten inseguros, pero también aquellos que declararon haber sido víctimas de la delincuencia en los últimos meses, tienden a presentar evaluaciones más negativas de sus respectivos mandatos.

Más específicamente, la inseguridad lima la aprobación presidencial en un 24%, pulverizando, así, las facultades de mando y dirección del presidente. La experiencia como víctima tiene un impacto menor (ya que está menos extendida que la percepción de riesgo y peligro) y reduce en un 13% la credibilidad de los Gobiernos de turno.

Estos resultados se agudizan cuando la atribución de responsabilidades al presidente por la inseguridad es muy clara. La diferencia del peso de la inseguridad en la credibilidad de un gobernante entre un país, donde el mantenimiento del orden público se concentra exclusivamente en el Ejecutivo nacional frente a otro donde esta facultad se comparte con las administraciones estaduales o municipales o con los poderes Legislativo y Judicial, puede llegar a ser del 15%. Es el costo de una percepción de riesgo difundida.

La campaña presidencial de Bill Clinton en 1992 popularizó la expresión «¡es la economía, estúpido!». La creencia entonces era que los vaivenes del apoyo político, incluyendo la popularidad del presidente durante su gestión, dependían en gran medida del éxito o el fracaso en el terreno del bienestar material y financiero. 

Este supuesto se importó pronto a América Latina. Sin embargo, los resultados de los estudios antes mencionados ofrecen una perspectiva que va más allá. En otras palabras, la actuación del Gobierno en cuestiones económicas como la inflación y el desempleo son fundamentales, pero insuficientes, para explicar el estado de ánimo del electorado. En el contexto latinoamericano, marcado por alarmantes indicadores de violencia y criminalidad, la acción gubernamental en materia de seguridad pública no puede ser descartada para entender el rumbo de la gobernabilidad.

No en vano algunos líderes políticos, desde Jair Bolsonaro hasta Nayib Bukele, han cosechado altos dividendos electorales con sus discursos de ¡orden público!

*Este texto está escrito en el marco del X congreso de WAPOR Latam: www.waporlatinoamerica.org.

Autor

Profesor de Ciencia Política de la Universidade Federal de Santa Catarina (UFSC) e investigador del CNPq, Brasil. Expositor en WAPOR Latinoamérica

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