El 1 de junio se llevarán a cabo elecciones “inéditas” en México: se elegirán a los miembros de los poderes judiciales y cada persona que decida votar recibirá al menos 6 boletas, y dependiendo del estado y los cargos en disputa podría recibir hasta 12 boletas, y emitir al menos 31 votos. Solo para ejemplificar, para elegir a los miembros de la Suprema Corte de Justicia (SCJN), cada elector deberá elegir 9 personas de entre 64 candidaturas en una sola boleta. Podrán votar más de 99 millones de personas. Con estos datos, solo tomando en cuenta el caso de la SCJN, existen, hipotéticamente, más de 27 mil millones de combinaciones posibles de resultados. Por su origen irracional, por su implementación sin diagnóstico y apresurada, y otras agravantes, estas elecciones pueden suponer el fin de la democracia en México o al menos su mayor y profundo debilitamiento que será difícil recomponer en el corto plazo. Pese a todo, no existe un rechazo popular hacia estas elecciones, e incluso no se perciben como algo preocupante. ¿Cuáles serán los efectos sobre la impartición de justicia? ¿Cómo afectará el equilibrio de poderes?, sobre todo, ¿En qué medida dañará o no a la democracia?
La creación de la confianza en las elecciones en América Latina fue un proceso muy complicado y complejo. Los procesos de transición a la democracia de finales del siglo XX en un principio se propusieron alejar a las élites autoritarias del poder, en muchos casos los militares, como en Argentina, Brasil y Chile; en otros, a partidos, como en México. Pero logrado el objetivo, inmediatamente se requirió sentar las bases políticas y legales para que los nuevos gobiernos democráticos se legitimaran.
Evidentemente las elecciones legitiman a los gobiernos, pero detrás están los procedimientos técnicos sin los cuáles ninguna elección puede considerarse democrática. Por ello en muchas de las nuevas democracias se crearon organismos electorales con amplias facultades formales, dotados de autonomía política e independencia técnica, para proteger la gestión de las elecciones. Como señaló Ortega y Gasset en 1933, del procedimiento electoral, ese “mísero detalle técnico, depende la salud de las democracias”. Así nacieron el Tribunal Electoral en Brasil en 1988, el CNE en Bolivia, el IFE en México en 1989, el TSJE en Paraguay en 1992, y demás organismos electorales en la región. En otros se reformaron los ya existentes, dotándolos de nuevas facultades, pero sobre todo de independencia para que su desempeño técnico fuera imparcial.
A más de 40 años de las transiciones a la democracia de la región, los órganos electorales han funcionado “bien” en la mayoría de los países, pero en otros, han sido cooptados y sometidos a reformas para distorsionar sus objetivos, como sucedió con el CNE en Venezuela, y el ahora Órgano Electoral Plurinacional en Bolivia. En este último caso, además de organizar las elecciones ordinarias de los ejecutivos y los legislativos, bajo el régimen de Evo Morales, se le encomendaron referendos, revocaciones, y finalmente, como en México, las elecciones judiciales a partir de 2011.
El caso de Bolivia ha demostrado que someter a elecciones a las personas encargadas de impartir justicia implica, dañar la integridad de las elecciones y distorsionar el diseño de las democracias. Si bien es cierto que hasta hace algunas décadas se elegían jueces y magistrados en varias partes del mundo, se hacía para diferenciarse de aquellas designaciones que otrora hacían los monarcas y sus ministros. Pero cuando estas funciones se hicieron más complejas y técnicas, y las democracias se afirmaron, se sustituyó por un sistema de carrera judicial, salvo excepciones muy controladas, para proteger su función de indebidas intromisiones políticas.
En México, la confianza en los procesos electorales siempre fue y ha sido un tema sensible, al menos lo fue durante las últimas dos décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. Ante una sociedad profundamente desconfiada de las elecciones, la “solución” fue un sistema de gestión electoral diferenciado en sus funciones y alcance territorial. De esta manera se crearon dos organismos federales, un Tribunal de justicia electoral, el (ahora) TEPJF; y otro de gestión electoral, el (ahora) INE. Paralelamente se consolidó un sistema subnacional, con 32 órganos electorales locales igualmente diferenciados, unos de justicia y otros de gestión. Este sistema reflejaba también el federalismo mexicano, y así se llevaron a cabo las elecciones más importantes de la transición a la democracia: las de 1997 y 2000. Pero también se fueron adecuando ante los retos que generaron subsecuentes procesos electorales, y funcionó así hasta la elección presidencial de 2012.
Con las reformas de 2013 y 2014, se creó un sistema híbrido que duplicó funciones y gastos, y en general complejizó la gestión y la justicia electoral. Aunque con el pasar del tiempo se fue adaptando, acabó en lo sustancial con el federalismo electoral. Hoy la gestión y la justicia electoral están esencialmente centralizadas, por las funciones y competencias que se le adjudicaron a las instituciones nacionales, dejando a las instituciones locales como meros ejecutores de las instrucciones de los órganos nacionales.
Con ese diseño se llevó a cabo la inédita “consulta popular” para enjuiciar a ex-presidentes en 2021, donde participó solo el 7.11% de la ciudadanía. También el proceso de revocación del mandato de 2022, que en realidad fue un plebiscito para medir la popularidad del presidente y calcular la capacidad de movilización del partido Morena, donde solo participaron el 17.77% de la ciudadanía con derecho a votar.
Las elecciones judiciales también serán “inéditas”, y muy probablemente la participación electoral será muy reducida. Pero el problema es que la confianza en las elecciones ya está comprometida. La integridad de la gestión electoral se está desvaneciendo por el cuestionable desempeño, tanto del Tribunal (TEPJF) como del Consejo del INE, que ya no sancionan las intromisiones ilegales del partido en el poder en estas elecciones.
Los organismos electorales en México están cooptados, sometidos y sobrecargados de nuevas tareas, con la encomienda de organizar procesos electorales que de facto dañan la democracia. Formalmente no pueden negarse a hacerlo a pesar de que algunos de sus miembros, no todos, sean conscientes que con tales actividades están contribuyendo a fortalecer a un partido en el poder y a erosionar la democracia.
Su papel es como el de aquel robot, parte central de la instalación denominada Can’t Help Myself que en 2016 los artistas Sun Yuan y Pen Yu llevaron al Guggenheim de Nueva York. Era brazo robótico cuya única función era recoger de manera continua un aceite que le salía de la base, de otra manera dejaría de funcionar. Con el pasar del tiempo empezó a operar lento, su tarea, siempre mecánica, se fue haciendo cada vez más monótona, rígida y solo trataba de “sobrevivir”.
Hoy los órganos electorales en México, que hace algunos años fomentaron la confianza en las elecciones, funcionan así. Por supuesto que siguen cumpliendo con sus tareas, pero su integridad está dañada, solo falta ver hasta qué punto.