América Latina enfrenta una de sus más profundas contradicciones: es la región más peligrosa del mundo para quienes defienden el medio ambiente, pero también es el lugar de nacimiento del primer tratado internacional que busca protegerlos: el Acuerdo de Escazú. A las puertas de la Conferencia de las Partes (COP-30), que se celebrará en la Amazonía brasileña, se abre una oportunidad única para que los gobiernos de la región pasen de las promesas a la acción.
¿Será este el momento en que Escazú se haga realidad?
En 2023, al menos 196 activistas fueron asesinados en el mundo por defender la tierra y un ambiente sano. Según datos de la ONG Global Witness, el 85% de estos crímenes ocurrió en América Latina: Colombia encabezó la lista con 79 muertes, seguida por Brasil (25), Honduras y México (18). Sin embargo, de acuerdo con la organización, el número real de víctimas probablemente sea aún mayor, puesto que la mayor parte de casos no se denuncian y muchos permanecen impunes.

Los asesinatos no ocurren de forma aislada: van acompañados de amenazas, persecuciones judiciales, estigmatización y violencia sexual, especialmente contra las mujeres defensoras. Aun así, muchas de las que están en la línea de frente en la defensa de los territorios se han transformado en símbolos internacionales: Berta Cáceres, Francia Márquez, Nemonte Nenquimo, Máxima Acuña son sólo algunos ejemplos de defensoras de la tierra que han sido galardonadas internacionalmente y encarnan la resistencia frente a la destrucción ambiental.
La sede de la COP-30 como epicentro de la violencia
Brasil es un caso paradigmático. En el estado de Pará, donde se celebrará la COP-30 en 2025, la violencia contra defensores ambientales alcanza niveles alarmantes. Entre 1985 y 2023, al menos 612 personas fueron asesinadas en conflictos por la tierra en el estado, según la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT).
Un informe reciente de las organizaciones Justiça Global y Terra de Direitos documentó 486 víctimas en 318 episodios de violencia, especialmente contra líderes indígenas, quilombolas y campesinos. En solo dos años, se registraron 55 muertes y 96 intentos de asesinato. Aunque las causas de los conflictos que motivan estas muertes son heterogéneas, en más de 8 de cada 10 casos involucran la defensa de territorios y el medio ambiente.
Detrás de estos conflictos se encuentran dinámicas estructurales: concentración de tierras, demoras en la demarcación de territorios indígenas y avance de actividades extractivas como la minería y los monocultivos. Todo esto alimenta un modelo de desarrollo que amenaza tanto la vida de las comunidades como la del planeta.
COP-30: el momento de actuar
En palabras de la ministra brasileña de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, la COP-30 debe ser “la COP de la implementación”. Durante el Congreso de Universidades Iberoamericanas sobre los 10 años de la encíclica Laudato Si’, celebrado en abril de 2025 en Río de Janeiro, fue enfática: “Tiene que ser justo para todas y todos, especialmente para los más vulnerables. Ya discutimos presupuestos, ya hicimos todo lo posible por postergar. Ahora, no hay nada más que hacer. Es implementar, implementar, implementar”. Una de esas implementaciones urgentes es el Acuerdo de Escazú, firmado por Brasil en 2018 pero aún pendiente de ratificación. Su puesta en práctica podría marcar un antes y un después en la protección de quienes cuidan la tierra.
El Acuerdo de Escazú es el primer tratado ambiental de América Latina y el Caribe, y también el único instrumento internacional derivado directamente de la Conferencia Río+20. Firmado en 2018 y en vigor desde 2021, ha sido ratificado por 17 países y busca garantizar tres pilares fundamentales: acceso a la información ambiental, participación pública en decisiones ambientales, y acceso a la justicia en asuntos ambientales. Pero su carácter más revolucionario radica en que es el primer tratado del mundo que protege explícitamente a los defensores de derechos humanos en asuntos ambientales. Su artículo 9 establece que: “Cada Parte garantizará un entorno seguro y propicio en el que las personas, grupos y organizaciones que promueven y defienden los derechos humanos en asuntos ambientales puedan actuar sin amenazas, restricciones e inseguridad”.
La ratificación de Escazú por parte de Brasil tendría un valor simbólico y práctico inmenso. Como uno de los países con más violencia contra activistas y sede de la próxima COP30, Brasil está llamado a liderar con el ejemplo.
Además, la falta de implementación de este tipo de marcos jurídicos no se debe solo a la lentitud estatal. Global Witness recuerda que las empresas también deben rendir cuentas. Como ejemplo: el fondo soberano de Noruega recomendó recientemente excluir de sus inversiones a la empresa Prosegur, cuya filial en Brasil (Segurpro) ha sido vinculada a actos de violencia contra pueblos indígenas en Pará.
Escazú puede ayudar a revertir esta impunidad, promover la transparencia y fomentar una democracia ambiental que no deje a nadie atrás, en sintonía con la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Debemos tener en cuenta que la COP-30 no será una más: será la primera celebrada en la Amazonía. Esto implica un simbolismo político y ecológico sin precedentes. La región amazónica no solo es un regulador climático global, sino también el hogar de cientos de pueblos indígenas, guardianes milenarios del equilibrio ecológico.
Esta COP puede y debe marcar un cambio de paradigma. No basta con nuevos compromisos de reducción de emisiones. Es necesario transformar las formas de gobernanza climática, incluyendo las voces de quienes históricamente han sido excluidos: comunidades locales, mujeres defensoras, pueblos indígenas, población quilombola o palenquera y juventudes rurales, entre otros.
La democracia ambiental que propone Escazú no es una utopía. Es una necesidad urgente. En una región donde la defensa del medio ambiente puede costar la vida, proteger a quienes protegen se convierte en un acto de justicia histórica.
La COP-30 en Belém do Pará representa una oportunidad irrepetible para que los gobiernos de la región demuestren su compromiso con la vida, la justicia y el planeta. Ratificar el Acuerdo de Escazú, dotarlo de presupuesto, garantizar su implementación efectiva y construir mecanismos de monitoreo ciudadano son pasos fundamentales. Y es que Escazú no es solo un tratado, es una puerta abierta a una nueva era de protección ambiental con justicia social, donde vivir en armonía con la naturaleza no sea un privilegio, sino un derecho para todos y todas. En la Amazonía, donde todo comienza, también puede empezar un nuevo pacto por la vida.