El escenario que cada vez se consolida más en la política mundial es de posdemocracia. Un término ambiguo que define un panorama incierto que integra grosso modo tres situaciones particulares en las que el pluralismo y el estado de derecho quedan cuando menos postergados. La primera es consecuencia de que la democracia constituye un tipo de régimen que tiene en su seno el germen de su propio socavamiento. La segunda se articula en torno al éxito en ciertos aspectos de diferentes modelos autoritarios. Y una tercera situación acoge realidades auspiciadas por liderazgos electos que conllevan proyectos de dominación personal con aquiescencia social.
En todas ellas se abre un espacio problemático que responde a los retos de la revolución digital exponencial con su impacto disruptivo en la sociedad, a la vez que es resultado de las dificultades históricas que padece la democracia representativa. Por otra parte, no son menos importantes las frustraciones creadas a la gente a la hora de confrontar sus problemas y de atender sus demandas. La corrupción y el progresivo imperio del crimen organizado son lacras pesadas. Pero en todas ellas pareciera existir un denominador común en torno a que las características individuales de quienes detentan el poder son poco relevantes.
El número de personas que se dedican a la actividad política o, en otros términos, cuyo oficio es la política, es elevado, aunque resulte difícil su contabilización por la propia definición de ese desempeño. Sin embargo, ello es más sencillo si el universo abordado es el de quienes ocupan la posición política más alta. En el continente americano ese cargo coincide con el de la presidencia de la república elegido directamente por la ciudadanía, con la excepción de Canadá por tratarse de un régimen parlamentario.
Dejo para otra nota un análisis donde considere aspectos relacionados con su formación y con su experiencia, tanto profesional como política, para centrarme en una reflexión de otro orden. Ahora me interesa el rendimiento de las políticas impulsadas de acuerdo con su oferta electoral y también el lenguaje y el comportamiento presidencial en sus comparecencias públicas en relación con su tono agresivo o descalificador del adversario, sin dejar de lado el contexto que configuran las relaciones con los otros poderes del estado y con el partido al que, en su caso, pertenecen o les brindó un apoyo decisivo en su elección.
En la actualidad pueden considerarse cuatro situaciones que terminan validando la tesis de la menor (o nula) relevancia de la calidad de estas personas en el desempeño de su función sabedor, en todo caso, de la dificultad de definir cabalmente el propio significado del término calidad. No obstante, puede formularse una propuesta tentativa de mínimos que recoja los aspectos señalados en el párrafo anterior. El resultado es una matriz con cuatro casillas donde pueden ubicarse como ejercicio exploratorio cuatro presidentes latinoamericanos que llegaron al poder de modo impecablemente democrático.
Yamandú Orsi, presidente de Uruguay desde hace seis meses, cuenta con una mayoría parlamentaria fragmentada y es líder de una coalición sólida. Mantiene un lenguaje y un comportamiento correcto en un país habituado a ello y que goza de un alto grado de madurez democrática. En cuanto al nivel de eficacia de Orsi es aceptable, con notable popularidad, claridad estratégica, posicionamiento internacional y avances tempranos en salud y educación.
Bernardo Arévalo, presidente de Guatemala desde hace 18 meses, desarrolla un lenguaje sereno y equilibrado, así como un comportamiento respetuoso mientras que su eficacia resulta pobre en función del acoso que sufre por parte del estamento judicial y de un poder legislativo en el que su grupo político es bisoño y además está en minoría, así como por las barreras estructurales que tiene el país.
Javier Milei, presidente de Argentina desde hace 20 meses, se comporta de forma grotesca y en su discurso el insulto es una práctica habitual. Su gobierno, ajeno a toda lógica partidista, ha alcanzado buenos resultados en la estabilización macroeconómica y en la reducción del tamaño del Estado con mejoras en indicadores fiscales. Pero estos avances tienen un costo social elevado y un estilo político divisivo que ha alimentado tensiones institucionales y una percepción mixta de su eficacia.
Gustavo Petro, presidente de Colombia desde hace tres años, se caracteriza por su agresividad en la comunicación y por un comportamiento que ha sido tildado de atrabiliario con frecuentes e inexplicables desapariciones y una habitual impuntualidad en actos oficiales. Si bien Petro tuvo un inicio de gobierno ambicioso con reformas sociales y fiscales, su eficacia se vio limitada por la débil gestión institucional en un escenario de clara minoría legislativa, así como con un partido muy débil, grandes escándalos y una crisis fiscal creciente. El país muestra avances en algunos indicadores macro, pero persisten graves falencias en seguridad, confianza pública e implementación efectiva de políticas públicas.
En todo caso y como coda a lo anterior concluyo poniendo la mirada en la figura del consejero del príncipe como factor determinante de la vida política actual y que se ignora con frecuencia. La relevancia de los consultores está en ascenso, pero habitualmente se olvida su presencia, y hace que la calidad intrínseca de la persona que se dedique a la política sea cada vez más intrascendente.
Valga como ejemplo el del principal asesor político del expresidente Biden, Mike Donilon, quien dijo el 31 de julio a los investigadores del Congreso que le pagaron 4 millones de dólares por su trabajo en la campaña de reelección de Biden en 2024, y que habría ganado otros 4 millones de dólares adicionales si este hubiera ganado. Donilon declaró a los investigadores, según recoge el medio Axios, que «todo presidente envejece a lo largo de sus cuatro años de presidencia, y el presidente Biden también. Pero igualmente continuó fortaleciéndose y adquiriendo mayor sabiduría como líder al enfrentarse a algunos de los desafíos más difíciles que cualquier presidente haya enfrentado jamás». El blanqueo del cliente a un alto precio para la política estadounidense, pero que enriqueció el bolsillo del consultor.