Guerreros Buscadores es uno de varios colectivos, conformados en su mayoría por madres buscadoras, que se han creado para localizar a personas desaparecidas, principalmente por circunstancias relacionadas con el crimen organizado. Dicho colectivo adquirió notoriedad cuando el pasado 8 de marzo encontraron, en el municipio de Teuchitlán, en el estado de Jalisco, evidencia de que el Rancho Izaguirre era utilizado como un campo de adiestramiento y posiblemente de exterminio por parte uno de los principales grupos criminales en México.
Este hallazgo es uno más de la profunda crisis de desapariciones que, desde los años 70 del siglo pasado, está atravesando México, pero que se ha agudizado a partir de 2006 con el inicio de la “guerra contra el narcotráfico”. Para este momento, la cifra de desapariciones ha superado las 125.000 personas. Y mientras la cifra incrementa día a día, la narrativa oficial estatal busca debilitar el problema.
El caso del Rancho Izaguirre ha sido el ejemplo claro: a partir del descubrimiento, las declaraciones, justificaciones y comunicados del gobierno mexicano generaron una narrativa centrada en fragmentar responsabilidades, pues o bien se culpa a gobiernos anteriores o de otros Estados acusándoles de no controlar a su delincuencia, o bien se recurre al deslinde atribuyendo la violencia a interacciones entre los grupos del crimen organizado.
En particular, el debate se ha centrado en si el Rancho era o no un centro de exterminio, mientras los colectivos insisten en que, basándose en su experiencia y testimonios, en ese lugar las personas eran calcinadas; por su parte, el gobierno ha afirmado repetidamente y a través de diversos funcionarios que era “solo un centro de adiestramiento”.
Si bien la actual administración ha mostrado voluntad de reconocer el problema, desde la administración anterior, en la que no hubo encuentros con las madres buscadoras ni los colectivos, la narrativa oficial se ha encargado de minimizar el número de desaparecidos y los constantes hallazgos de fosas clandestinas.
La ausencia de este diálogo y una narrativa laberíntica desgastan la imagen pública de los colectivos buscadores, permiten que aumenten las desapariciones y, lo más importante, ejecutan una “doble desaparición” en las personas que fueron violentadas: la primera por el crimen organizado, la segunda por el Estado.
Esta última ocurre en tanto que la narrativa oficial de indiferencia por los desparecidos y colectivos diluye las posibilidades de acción colectiva, pues, como ciudadanía en general, se instaura la duda sobre la gravedad del problema y, en consecuencia, ocurre una segunda desaparición operada por el Estado.
Con esta “doble desaparición” aumenta entre la población la sensación de que les han arrebatado la posibilidad de cuidar a sus muertos o desaparecidos al eliminar el carácter social de su desaparición o muerte, pues, sin un cuerpo al cual darle un ritual despedida, la narrativa oficial parece decirnos que hay vidas que no merecen ser lloradas, que no merecen ser parte de la sociedad y sus rituales.
Aunque las razones de estas desapariciones son diversas (problemas familiares, enfermedades mentales, dinámicas de reclutamiento por parte del crimen organizado), la falta de una estrategia clara y un presupuesto adecuado para fiscalías, ministerios públicos y demás provoca que los desaparecidos y los cuerpos depositados en fosas clandestinas o bien nunca sean localizados o bien se amontonen en las morgues hasta que no puedan ser identificados.
Sin duda, la crisis de desapariciones en México nos coloca en una situación de vulnerabilidad cotidiana. Las madres buscadoras y los colectivos se perfilan como un ejemplo de lucha y resistencia que pugna por un gobierno que se haga cargo de su pueblo y por una democracia que se construya desde abajo, desde la acción colectiva, y que impida que nos coloquemos frente a una doble desaparición: una creada por el crimen organizado y la otra por el Estado. El primero por indolente, el segundo por irresponsable.