La democracia como sistema político ha enfrentado sus más duras críticas durante la última década, especialmente en América Latina. De acuerdo con el Barómetro de las Américas 2021, las diferentes crisis que viven los países de la región, aunado a la pandemia de la COVID-19, justifican la escueta recuperación de la confianza ciudadana en el sistema democrático, así como su mayor preferencia por la centralización del poder en el Ejecutivo. El Salvador es un claro ejemplo de ese fenómeno. Si bien el presidente Nayib Bukele ha capitalizado el apoyo ciudadano a su gobierno, también ha ordenado la sistemática intimidación a la rama legislativa, a la vez que ha concentrado la toma de decisiones en la Presidencia.
A pesar de que el apoyo a la democracia ha mostrado su resiliencia durante los últimos años, los estudios de opinión pública son ilustrativos del latente escepticismo de la población con respecto a la capacidad del sistema para resolver la recesión económica o para atender las presiones en salud por la COVID-19. El reciente informe del Latinobarómetro destaca que las críticas hacia el desempeño de la democracia no cambiaron durante la pandemia; al contrario, se agudizaron, fruto de las profundas fallas de los sistemas de salud, que se han hecho evidentes durante esta crisis viral. Ese contexto profundizó la pobreza y la desigualdad que ya eran características de la crisis permanente de América Latina.
Con todo, es necesario recordar que los problemas no se limitan a la gestión financiera o sanitaria. Hace tiempo que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) advierte que las principales limitaciones para la democracia en la región son la violencia y la desigualdad, producto de una realidad compartida en todos estos países: la pobreza y el subdesarrollo. En este sentido, sondeos más detallados del Pew Research Center apuntan que estos dos factores no solo abonan a la desafección ciudadana hacia la democracia, sino que también alientan el cuestionamiento de principios democráticos básicos como la equidad y la justicia.
Si bien es cierto que México no ha sido ajeno a la realidad descrita, la mayoría de los análisis se han concentrado en la medición de la desconfianza de la población en la democracia, lejos de entender qué factores socioculturales perpetúan esta crisis. Existe una iniciativa que se realiza en más de 25 países del mundo y que se llama International Social Survey Programme. Esta busca mensurar el tamaño y la percepción de la desigualdad social, por lo que contribuye al entendimiento de la opinión respecto al tema. En México, esa información fue compilada por la consultora Parametría. Los resultados nos trazan un mapa sobre cuáles son los factores que el público considera que se necesitan para progresar en la vida, qué tipo de sociedad refleja su país, si existen diferencias entre grupos de población y quién es el responsable de combatir estas desigualdades.
El trabajo duro, la procuración de una buena educación y los contactos “correctos” son los tres factores más relevantes para progresar en la vida a lo largo y ancho del planeta. De hecho, en promedio, tres cuartas partes de los entrevistados en todo el mundo concuerdan en esa idea; en México, ese consenso corresponde a tan solo la mitad de las personas. Por otro lado, se descartan la religión, el género y el soborno a autoridades como palancas para buenos resultados.
Otro dato que revela la percepción de desigualdad se obtiene al sondear el tipo de sociedad en la que se vive. Las distorsiones son claras. Quienes se identifican con la clase social más baja ven a la sociedad como una gran pirámide, en la que el mayor volumen de personas se concentra en la base; por su parte, quienes se ubican en la clase media alta o alta consideran que la mayor parte de la sociedad se concentra en el centro e interpretan sus sociedades no como una pirámide, sino como un rombo. Cuando las lecturas son tan diferentes entre sí no es raro imaginar los obstáculos para un acuerdo sobre políticas de equidad social.
Asimismo, a pesar de que la mayoría de los encuestados reconocen la brecha entre ricos y pobres en sus países, en México es donde menos se señala la existencia de esta diferencia. De hecho, la percepción de mayores distancias entre los ingresos ocurre en países europeos muchísimo más homogéneos socialmente que México o cualquier nación latinoamericana. Los mexicanos han reducido de forma considerable su percepción de brechas en los ingresos y, a la vez, ha aumentado el porcentaje de personas que no creen que sea responsabilidad del Gobierno el tener que acortar dichas diferencias. En este sentido, las opiniones sobre las oportunidades de progreso entre quienes tienen más o menos capacidad adquisitiva son totalmente contrastantes. Mientras que más de la mitad de los encuestados aprueba que la gente con dinero acceda a un mejor sistema de salud, también más de la mitad desaprueba su acceso a una mejor educación.
En general, los datos permiten observar fuertes diferencias regionales respecto a la percepción de desigualdad económica, la responsabilidad del Estado o los valores de progreso. La información también apuntala los contrastes entre los países latinoamericanos que participaron, y los mexicanos fueron los más disímiles en sus respuestas. Así, las opiniones respecto al tipo de sociedad y su desigualdad evidencian el difícil camino que la democracia tiene aún por recorrer en estos países. Si bien este sistema político continúa buscando soluciones para disipar tales diferencias, la percepción ciudadana sobre su desempeño seguirá siendo negativa mientras la desigualdad social siga.
Autor
Economista y coordinadora de investigación de la consultora Parametría (México). Master en población y desarrollo de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO-México.