Desde la perspectiva del derecho internacional, la agresión de Rusia a Ucrania no tiene cómo excusarse. Sin embargo, si bien ningún país latinoamericano votó en contra de la condena a Rusia en la Asamblea General de las Naciones Unidas, países como Bolivia, El Salvador, Nicaragua y Cuba se abstuvieron, y Venezuela estuvo ausente. En este sentido, el posicionamiento de algunos actores políticos de la izquierda latinoamericana genera consternación.
Para la exembajadora de México en Estados Unidos, Martha Bárcena, el voto de su país vino a definir una postura oficial que finalmente “tomó el rumbo correcto, como producto del trabajo de la misión de México ante la ONU”. Fue la corrección a las ambigüedades del discurso de Andrés Manuel López Obrador, quien, según la propia embajadora, estaba siendo empujado a tomar distancia de una condena clara y contundente de la invasión por el ala más ortodoxa de su propio partido, Morena.
La ambigüedad inicial del Gobierno de México es sintomática de una dificultad que han tenido ciertos Gobiernos y fuerzas políticas de la izquierda latinoamericana para posicionarse en esta nueva coyuntura política internacional.
El Grupo de Puebla, que reúne a líderes del progresismo latinoamericano, también se limitó en sus declaraciones tanto de fondo como de forma. En su declaración del 24 de febrero hizo un llamado “cordial a las partes involucradas, para mantener la paz y la seguridad de Ucrania abandonando la vía de la intervención militar y de las sanciones económicas unilaterales contra Rusia”, pero sin mencionar las palabras “invasión” o “agresión”. Dos días después, sin embargo, sacó una segunda declaración condenando “el uso unilateral de la fuerza y las graves consecuencias humanitarias”.
La lectura de la coyuntura internacional que hizo y sigue haciendo parte de la izquierda latinoamericana está influenciada por diferentes factores. Algunos de ellos son evidentes. Para Cuba, Venezuela y Nicaragua, la cuestión es mantener una buena relación con los Estados que representan un contrapeso a EE. UU., y a los cuales pueden recurrir para sobrellevar las sanciones y enemistades que tienen con el vecino del norte. Eso implica no solamente hacerle un guiño a Rusia, sino también mantener cierta sintonía con China, que está evitando, asimismo, condenar la agresión de Vladímir Putin.
Este posicionamiento geopolítico es similar pero no igual a aquel que busca guardar distancias de cualquier tipo de acción agresiva hacia Rusia, como las que han implementado los miembros de la OTAN y la Unión Europea. Aquí también priman los intereses comerciales y de expectativa respecto a una posible inversión directa extranjera, sobre todo de parte de China. En este grupo, no solamente se encuentran países que se autodefinen como de centroizquierda, como Argentina, sino también Gobiernos de derecha, como es el caso del de Jair Bolsonaro.
Pero lo que uno más lamenta es que existen narrativas que denotan una perspectiva ideológica que aún persiste en la región a pesar de sus limitaciones: el “antimperialismo ingenuo”. Este aún cree en el discurso oficial de los aparatos de Estado de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y está dispuesto a subordinar un posicionamiento progresista coherente al maniqueísmo ortodoxo en el que todo lo que hace EE. UU. es contrario a los intereses del espíritu revolucionario.
En el marco de ese burdo maniqueísmo, se ha querido presentar la guerra en Ucrania como un episodio más del hegemonismo americano, que utiliza a la OTAN para lograr sus objetivos. Hay una pregunta paradigmática que se plantea en el medio Prensa Latina: “¿Cuál es el objetivo de Estados Unidos de defender a un gobierno no muy popular tan alejado de sus costas?”. Desde esa posición, esta izquierda ha hecho una serie de contorsiones conceptuales, que básicamente justifican la invasión de un país soberano por un poder militar mayor, algo inaceptable cuando se trata de América Latina.
En el artículo “El antiimperialismo ingenuo y el westplaining que indignan a la Europa Central y Oriental”, se plantea cómo la izquierda polaca ha quedado sorprendida por la parálisis en la toma de posición de sus compañeros de ruta a escala global, pero mencionando particularmente a América Latina y España.
Lo que se critica es que desde el antimperialismo ingenuo se presenta el proceso de “expansión” de la OTAN como una voluntad unilateral de EE. UU., cuando la ampliación no fue una incorporación unilateral de los países de la extinta Unión Soviética por parte de EE. UU., sino un proceso mediante el cual se aceptaban solicitudes para integrar al club. Cada uno de los ingresos se basó en una decisión soberana de naciones independientes que buscaban ampararse bajo el paraguas defensivo de la OTAN. Estos países lo hacían justamente por el temor al impulso imperial de Rusia, que tras la caída de la Unión Soviética no parecía probable, pero que con Putin ha quedado en evidencia.
En el Memorándum de Budapest de 1994, Rusia, EE. UU. y Gran Bretaña accedieron a la incorporación de Ucrania al Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, por el cual Ucrania se deshacía de todo su arsenal nuclear. En ese mismo documento, Rusia se comprometía a respetar la independencia e integridad territorial de Ucrania, y fue curiosamente presentado al secretario general de la ONU por el entonces embajador de Rusia ante el organismo, Serguéi Lavrov, actual ministro de Relaciones Exteriores de ese país.
Evidentemente, ese compromiso se ha venido resquebrajando hasta el punto de que hoy nos encontramos ante bombardeos a civiles desarmados. La invasión rusa de Ucrania debería llevar a esas izquierdas tradicionales latinoamericanas que han caído en el peligroso camino del negacionismo a reconsiderar sus posturas. ¿Dónde está el fascismo si no en aquel terrible enunciado de Putin en el que declara estar “convencido de que esa necesaria y natural auto purificación [sic] de la sociedad fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, nuestra cohesión y nuestra capacidad para responder a cualquier desafío?”.
Episodio relacionado de nuestro podcast:
Autor
Cientista político, profesor del Programa de FLACSO en Paraguay y consultor en planificación estratégica. Fue director regional para A. Latina y el Caribe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). Magister en Ciencias Políticas por FLACSO–México.