La actividad humana ha marcado el inicio de una nueva era geológica: el Antropoceno. Aunque su comienzo se asocia habitualmente al proceso de industrialización, es a mediados del siglo pasado cuando empieza su gran aceleración.
En la reconocida publicación The trajectory of the Anthropocene: The Great Acceleration, de 2015, se rastrea el origen de tal periodo a partir de la evolución de una serie de indicadores, como los gases de efecto invernadero, la reducción de la capa de ozono, los cambios en el clima, la erosión de zonas costeras, el ciclo del nitrógeno, la reducción de los bosques tropicales, la degradación de tierras y la integridad de la biósfera, cuya magnitud denota la emergencia que actualmente atravesamos.
Con el arribo del neoliberalismo, el mercado se amplía hacia ámbitos antes vedados, la desregulación avanza, el mundo deviene plano: estamos en los años de la “hiperglobalización”, término acuñado por el renombrado economista de Harvard, Dani Rodrik, para describir un periodo de gran conflictividad social. Andreas Novy (2022) readapta el trilema político de Rodrik, insertando, para ello, la restricción ecológica.
Todos estos autores evocan a Karl Polanyi, uno de los críticos más arteros tanto del liberalismo desenfrenado como del fascismo que surgía entreguerras. Releer a Polanyi en tiempos de emergencia climática implica centrar el análisis en la naturaleza y el lugar que ocupa el mercado en la solución del problema climático o en revertir la pérdida de biodiversidad. También implica repensar el modo de producción, así como la globalización.
Para muestra de la gravedad del problema, podrían detallarse las numerosas especies, animales y plantas que se encuentran en peligro de extinción. También evidenciamos eventos extremos; el calentamiento global impulsa catástrofes ambientales que cada día muestran mayor virulencia. La emergencia climática se superpone a la crisis de la biodiversidad; así, se interrelacionan diferentes tipos de shocks y la manera como se potencian para generar una superposición de crisis (policrisis).
Retomando la relectura que hizo A. Novy de D. Rodrik, para el primero, el trilema de política presenta tres alternativas de organización económico-social: la globalización, que se relaciona con el neoliberalismo, una salida nacionalista que en el contexto latinoamericano vinculamos con el neodesarrollismo, o bien, una transformación socioecológica. Esta última implica, por un lado, un proceso de mayor participación en la toma de decisiones socioeconómicas (democratización). A su vez, se inclina hacia el multilateralismo (gobernabilidad global), aunque destaca la necesidad de cambiar muchas de las instituciones que, debido al neoliberalismo, empoderaron a los inversionistas.
Si consideramos el paquete verde introducido por la Unión Europea, el creciente repudio al Tratado de Energía resulta un cambio institucional relevante. La introducción de una tasa al carbono en frontera (CBAM, por sus siglas en inglés) marca el interés de Bruselas en devenir en soft power “verde”. El proceso de transformación actual puede entenderse como una apuesta por dejar atrás el ordoliberalismo, que bien podría enmarcarse en un intento de recrear un liberalismo, social y ambientalmente embebido.
Otra es la situación en Latinoamérica, cuyos dirigentes niegan las externalidades que genera el patrón de producción. Neoliberales y neodesarrollistas lo consideran un costo que debe asumir la sociedad en pos del progreso. Pocos parecen dispuestos a escuchar las quejas de quienes padecen el avance de la megaminería, la explotación petrolera, la agroindustria, la destrucción de los bosques, la contaminación de las aguas y la desaparición de especies.
Ambos modelos generan “zonas de sacrificio”
Ambos comparten tensiones y crisis, así como también reproducen una economía desembebida que funciona fuera de la sociedad, lo que explica la debilidad democrática que evidencia la región y se asemeja a la realidad que plasmó Polanyi en la Gran Transformación.
Visto desde la perspectiva latinoamericana, el «doble movimiento» que surge en los años noventa imponía el libre mercado, al tiempo que ampliaba los derechos de las comunidades indígenas (a partir del reconocimiento de la resolución 169 de la Organización Internacional del Trabajo [OIT]). En una región con más de 45 millones de personas y más de 800 grupos, el reconocimiento de los derechos indígenas devino en prioridad política. También la llegada de la democracia planteó la necesidad de avanzar con la agenda ambiental y posteriormente comenzaría el reconocimiento de los derechos de la naturaleza. Simultáneamente, no obstante, también se imponía una nueva configuración macroeconómica, la cual permitía a las elites que arbitraran el capital y pusieran sus excedentes en algún paraíso fiscal.
Años más tarde, la entrada de China no hace más que consolidar el modelo de inserción. Pero este no solo exhibe mayor volatilidad económica, sino que también impone fuertes tensiones políticas, y el activismo ambiental se convierte en una actividad de alto riesgo para quienes luchan por preservar el medio ambiente.
Más recientemente observamos la aprobación del Acuerdo de Escazú que, además de consagrar derechos como el acceso a la justicia, el acceso a la información medioambiental y a participar en la toma de decisiones, impone al Estado la obligación de prevenir e investigar este tipo de ataques.
Existe consenso en que reforzar los derechos de los pueblos originarios acrecentaría las perspectivas de cumplimiento, pues son las comunidades originarias las que históricamente han protegido la biodiversidad. Y ello es lo primero que atacan los sectores conservadores, como en Perú, donde luego del conflicto institucional que terminó con la salida de Pedro Castillo del Gobierno, las elites están presionando para despojar de derechos a estas comunidades y reducir las áreas de reserva natural. El proyecto atenta contra los derechos y la vida de pueblos que, hasta la fecha, han vivido aislados. Un avance similar se observó bajo el gobierno de Jair Bolsonaro, quien permitió el avance del extractivismo más salvaje en el Amazonas. La llegada de Lula al Gobierno vendría a cambiar dicha tendencia, en cuyo discurso de asunción destacó: “Nuestra meta es alcanzar la deforestación cero en la Amazonia. No es necesario tumbar ningún árbol ni invadir nuestra biomasa”.
El presente está plagado de tensiones y conflictos, de marchas y contramarchas. Está claro que la gran aceleración no puede continuar por tiempo indefinido, al menos para aquellos que reconocen los límites del planeta y lo cercano que estamos del desastre. La urgencia de la situación debería llevarnos a redefinir el concepto mismo de crecimiento, replantearnos el desinterés de la economía tradicional por la pérdida de la biosfera y la destrucción del medio ambiente.
Autor
Investigador Asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad - CEDES (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development", Cambridge University Press, 2020.