Sesenta muertos en cuarenta y siete días. El Perú se redibuja nuevamente como una caricatura indeleble de nuestra incapacidad colectiva, temores e incompetencia para la búsqueda de un bien común perdurable. Como aquel país de la ficción infantil británica Peter Pan, el Perú es el reducto geográfico en el que comanches, piratas y adultos de perenne inmadurez conviven, sin rendición de cuentas o respeto de la ley. Como resultado, tenemos un popurrí de grupos de interés con el principal objetivo de forzar la renuncia de la presidenta Dina Boluarte y la convocatoria a elecciones de manera inmediata.
Ahora, la pregunta vargasllosiana que parafraseo a continuación sin querer forzar el cliché es: ¿en qué momento se jodió el Perú esta vez?
Suponer que este vendaval de violencia y anarquía surge de forma espontánea el 7 de diciembre del 2022 es de supina ingenuidad para quien se diga peruano. Si buscamos un origen reciente, los peruanos comenzamos a fragilizar la enclenque tradición política que iniciamos el 2001 con el malbaratamiento de herramientas legales y constitucionales, pero de uso excepcional, como las mociones de censura, mociones de vacancia y cierres constitucionales del Congreso.
Desde el 2016 en adelante fuimos testigos de una guerra de desgaste entre todos los actores políticos: Fujimoristas, izquierdistas, seguidores de Martín Vizcarra, y derechistas en general, y por entre los palos, toda la delincuencia organizada del país: narcotraficantes, traficantes de tierras, caciques regionales vinculados a actividades ilegales como la minería y tala ilegales, y muchos más, que, a su vez, se enriquecen y adquieren poder en este desgobierno y caos. Donde la ley no impera, manda el poder de su dinero.
La clase política, si se le puede llamar así en el Perú, empleó mecanismos legales y constitucionales de forma irresponsable, como si se le entregaran armas a un niño del País de Nunca Jamás que no distingue de la severidad o uso como último recurso de cada una de ellas. Hoy la izquierda reclama indignada por la salida de Pedro Castillo de la presidencia, pero olvida que en marzo del 2018 fue la más entusiasta, junto con el fujimorismo, en propiciar la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski y el ascenso de Martín Vizcarra. En buen cristiano, la vaca se olvida cuando fue ternera.
Como resultado, ante nuestros ojos pasaron disoluciones fácticas del Congreso y vacancias presidenciales que contribuyeron a que, desde entonces, hayamos tenido seis presidentes: en promedio, uno por año.
Tal fragmentación llevó a la incertidumbre y volatilidad de las elecciones del 2021 que, por lo impredecibles, llevaron a dos candidatos que, en conjunto, apenas acumulaban algo más del 30% de votos válidos en la primera vuelta. Jamás, desde el final de la dictadura de las Fuerzas Armadas en 1980, dos candidatos presidenciales pasaban al balotaje con menos del 50% obtenido entre ambas fuerzas políticas.
Las elecciones no estuvieron exentas de cuestionamientos, que hubieran venido de cualquiera de ambas partes en caso hubieran sido perdedoras. El cuestionamiento al sistema y reglas electorales es síntoma de la precariedad y debilitamiento institucional arrastradas desde que se rompieron algunas reglas no escritas que permitían cierto equilibrio de gobierno cada quinquenio desde el 2001 hasta el 2016.
La precariedad y la improvisación no pueden parir el orden y la predictibilidad, por lo que el ascenso al poder de Pedro Castillo vino bañado de gestos vacuos, sin la menor idea de cómo hacer gobierno y con centenares de favores que cumplir a varios de los grupos de interés que conviven en los márgenes de la legalidad en el Perú. Sujetos con procesos abiertos por terrorismo, vínculos con el narcotráfico, denuncias de violencia doméstica, charlatanes ejerciendo la medicina en la periferia peruana, entre otros, pasaron a ocupar los más altos cargos ejecutivos a nivel nacional. Los menos idóneos al frente de los destinos e ilusiones de una vida más próspera de millones de peruanos.
La incompetencia y dolo de varios de estos funcionarios condujeron a la implosión de entidades públicas que, tras décadas de clientelismo y uso politizado, habían pasado a ser brazos ejecutivos de política y gestión. El Perú pasó a ser administrado por individuos que escondían fajos de dólares en un baño de Palacio de Gobierno, o que malversaba dineros públicos para, insólitamente, pagar deudas en el sistema financiero. El Perú visto como botín de poca monta para quienes lo habían tomado por la fuerza de la ignorancia, la inmadurez y la fragmentación de sus gentes.
Como corolario de dicho desastre, las denuncias contra el presidente Pedro Castillo se hicieron tantas y tan veraces, que su vacancia parecía un hecho. Se hicieron sendas e improductivas mociones de vacancia desde el 2016 en adelante, pero quizá la más contundente y necesaria era la que se cocinaba a inicios de diciembre del 2022.
Preso de la desesperación y angustia, asesorado apenas por el díscolo ex primer ministro Aníbal Torres y por su advenediza jefa de gabinete, Betssy Chávez, Pedro Castillo llamó al golpe de Estado más absurdo que se hubiera visto en la Historia del Perú y, seguramente, en la Historia Universal. Totalmente desprovisto del poder de las Fuerzas Armadas, cualquier intento de interrupción democrática es inviable. Sin embargo, Pedro Castillo asumió tal decisión, con pleno conocimiento de lo que hacía y el objetivo: evitarse la prisión y gobernar de facto.
Afortunadamente para el país, la incompetencia evidente de Pedro Castillo para gobernar se hizo plena también en el kafkiano golpe de Estado que intentó perpetrar. De inmediato, el Congreso, incompetente también para cuajar una moción de vacancia sólida durante meses, pudo finalmente hacer sesión y, con abstenciones de sus propios partidarios como Guido Bellido, aprobaron vacar al presidente. En apenas tres horas, el Perú pasó de ser víctima del primer golpe de Estado del siglo XXI a enmarrocar al delincuente expresidente y conducirlo a la sede policial más cercana.
¿Es Dina Boluarte presidenta constitucional? Sí, lo es. Pedro Castillo fue vacado por atentar contra la Constitución que juró defender. Si hay un golpista, es Pedro Castillo, no Dina Boluarte. Sin embargo, no pasaron ni 24 horas para que todos aquellos grupos de interés que perdieron el favor obtenido durante el corrupto régimen de Castillo, saliera a las calles para azuzar y provocar a miles de peruanos con el propósito de liberar a Castillo, forzar la renuncia de Boluarte y convocar a una Asamblea Constituyente que sigue sin generar consenso.
Ahora, la gestión de Boluarte desde su origen hizo agua: no cuenta con lealtades en el Congreso, ni partido político. Ha armado gobierno con lo que ha podido, y en esa improvisación no sorprende que la brutalidad y manejo poco eficaz de acciones de Inteligencia hayan llevado a tan torpe contención de estos grupos de interés. Los sesenta fallecidos son una tragedia, porque, a fin de cuentas, quienes mueren no son los azuzadores de un lado o los generales del otro: son los pobres que, como carne de cañón, van a contener las marchas o se lanzan contra un pelotón policial. Por supuesto, que lo acontecido requiere que se investigue a profundidad y que se sancione a quienes hayan sido responsables de esas muertes. En esa línea, es también fundamental que se esclarezca el origen de estas acciones, tanto de los azuzadores y agitadores, como de quienes cumplen órdenes ejecutivas.
Esto nos debe conducir no a una, sino a varias reflexiones.
En un país como el Perú, donde existen leyes, normas y documentos hasta la saciedad, el problema no está en cambiar el texto, sino en hacerlo cumplir. El problema del Perú no pasa por el pensamiento mágico de escribir otra Constitución. La Carta Magna actual protege y promueve, entre otras cosas, el derecho a la sanidad y educación públicas y de calidad. Si no se hace cumplir, no es falta del texto, sino de la incompetencia e inmadurez de la clase dirigente nacional que no sabe hacer frente a esa exigencia y con el refuerzo de criminales y grupos al margen de la legalidad que medran de esta anarquía sin contrato social.
Al Perú le urge reconstruir un contrato social de respeto a la vida, a la integridad física y mental de las personas, al trabajo digno, al acceso a la salud y educación de calidad, a una jubilación decente, al orden, a la seguridad y a la propiedad privada y a la oportunidad de buscar un mejor futuro para ellos y sus familias. Sin estas condiciones, sin esa predictibilidad para planificar una vida mejor, el Perú es inviable.
En esa línea, desde fuera, es lamentable que los medios de comunicación compren solo una versión de los hechos, cuando lo que se vive en el país es resultado incendiario de sectores organizados que solo buscan recuperar cuotas de poder. La complejidad del contexto no da lugar a visiones dicotómicas, de blanco y negro, buenos y malos. Sin embargo, la prensa internacional parece haberse comido tal cuento.
Sí, en el Perú existen demandas postergadas de urgencia, pero estas no surgen el 7 de diciembre de 2022, y es de candidez enorme suponer que estas van a ser atendidas después de toda esta tragedia. Esas voces, reales y legítimas, serán ahogadas por el reclamo interesado que se reduce a la salida de Boluarte y cambiar la Constitución. Es más trágico aún que así se vea y se deje pasar, con indiferencia.
El que anticipe con bola de cristal qué puede ocurrir a continuación no merece la menor atención, puesto que en el Perú tal ejercicio es mera gitanería. Tras el paro nacional del 19 de enero en adelante, es tan posible que Boluarte renuncie como que la violencia continúe. En el interín, los inmaduros de siempre, los comanches y los piratas, siguen haciendo del Perú, ese país donde no gobierna nadie, ese lugar del Nunca Jamás.
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Autor
Economista. Profesor adjunto en el Instituto de Empresa de Madrid. Fue consultor en Práctica Global de Educación del Banco Mundial. Máster en Administración Pública por la Universidad de Princeton.