Oficialmente Ecuador está en guerra. Así lo decidió el gobierno de Daniel Noboa el 9 de enero de 2024. Ese día, tras una ola de actos de violencia criminal en varias provincias, el presidente de la República emitió el Decreto Ejecutivo 111, reconoció la existencia de un conflicto armado interno e identificó a 22 grupos delincuenciales como organizaciones terroristas.
La militarización de la seguridad interna se justificó como respuesta a la grave ola de violencia que convirtió al 2023 en el año más violento de la historia del país, con 8008 homicidios y una tasa de 47 por cada 100 mil habitantes. Sin embargo, más de un año después, el panorama sigue empeorando: solo en el primer trimestre de 2025 se registraron 2361 muertes violentas, marcando un nuevo récord. Si la tendencia continúa, este año podría superar los niveles de violencia de 2023. Lejos de contenerla, la política de militarización ha intensificado la violencia.
La realidad ecuatoriana ha sido sobre diagnosticada desde los estudios de seguridad, repitiendo tres ideas centrales: la pérdida de control territorial del Estado, su incapacidad para frenar las economías ilícitas y la necesidad de reforzar su capacidad operativa. Sin embargo, estas explicaciones ofrecen una visión reducida de la complejidad de la situación en el país.
Siguiendo las tesis del académico británico Bob Jessop, en vez de centrarme en las dimensiones formales del Estado (representación, articulación institucional y capacidad de intervención) haré un breve análisis de sus dimensiones sustanciales: base social del Estado, proyecto de Estado y visión hegemónica.
El primer factor multiplicador de la violencia y la criminalidad es la fractura de los compromisos sociales institucionalizados en el Estado. Un dato revelador es la deserción escolar. En Ecuador hay más de 450.000 niños y adolescentes, de entre tres y 17 años, que no asisten a una de las 16.000 escuelas y colegios que hay en el país. ¿Cuántos de estos niños y adolescentes han sido reclutados por las pandillas callejeras y están dinamizando la violencia y el crimen? La edad de reclutamiento criminal bordea los 13 años y solo en el 2024 las desapariciones de menores de edad se incrementaron en un 88 por ciento.
Mientras el gobierno y los generales que le asesoran buscan comprar más balas para su guerra, solo en la región Costa y Galápagos, en donde está por iniciarse un nuevo ciclo escolar, el 80% de los establecimientos educativos fiscales requiere reparaciones urgentes (7520 escuelas y colegios). A esto hay que sumar las epidemias que han reaparecido por falta de campañas de vacunación en los últimos años, el incremento de la tasa de desempleo, el aumento de la pobreza y la contracción económica producto del mal manejo de la crisis energética.
La reproducción social de la violencia criminal no es un fenómeno espontáneo. Al contrario, es el resultado de una pérdida sistemática de base social por parte del Estado.
Y no es una cuestión meramente material; la dimensión simbólica tiene un peso específico. Sin mecanismos de ascenso social ni políticas de inclusión y reconocimiento las expectativas de futuro individual se estancan, y la población más joven migra al extranjero o busca otros horizontes al margen de la legalidad.
Al mirar desde este ángulo se observa que el Estado no ha perdido control territorial. Lo que ha perdido es base social, sobre todo, en las zonas más pobres del país. Por eso, militarizarlas tiene un efecto limitado y en el mediano plazo se vuelve contraproducente.
Sin un gobierno que asuma seriamente los compromisos sociales institucionalizados, las organizaciones criminales seguirán ganando adhesión y reconfigurando al Estado como un “orden crimilegal” a su servicio.
El segundo factor multiplicador de la violencia y la criminalidad tiene que ver con una crisis de legitimidad del Estado, ante la ausencia de un proyecto político que asegure la unidad operativa del Estado y su capacidad para actuar. Lo que Jessop denomina: un proyecto de Estado.
Desde el estallido de la violencia criminal, en enero del 2018, los gobiernos de Lenin Moreno, Guillermo Lasso y Daniel Noboa han optado por un modelo de “Estado mínimo”. Los acuerdos draconianos con el FMI, y la política de premios y castigos que ha impuesto el gobierno de los Estados Unidos para alinear al país a su agenda hemisférica, han acelerado esta reconfiguración.
En ese modelo de “Estado mínimo” las fuerzas militares y policiales se convierten en el principal brazo burocrático del Estado. La constante declaratoria de Estados de Excepción (más de 40, desde el 2018) para restringir derechos civiles y militarizar el orden público lo confirma.
En lugar de impulsar políticas de empleo digno, los gobiernos de Lasso y Noboa han optado por reclutar miles de jóvenes para integrarlos a las fuerzas policiales o militares. Lasso prometió aumentar significativamente el número de policías, pero solo logró un incremento de 12.000 antes de dejar el cargo. Con Noboa y la declaratoria de conflicto armado interno, los militares han asumido un rol predominante, y en 2024 se anunció que el servicio militar se cuadruplicaría para 2025.
La militarización es consustancial con el proyecto de Estado mínimo que promulga el gobierno nacional. Una estrategia militar fallida ha reemplazado el diseño de una política criminal sensata. Por eso, cuando el gobierno detecta problemas de criminalidad persistente en el sector público la única repuesta es militar.
El ejemplo más elocuente es la reciente militarización del Hospital Teodoro Maldonado Carbo, en Guayaquil, y del Hospital Carlos Andrade Marín, en Quito. Ante las constantes amenazas, asesinatos y secuestros contra los funcionarios que obstaculizan los negociados en las compras públicas de ambos hospitales, la respuesta del gobierno fue intervenirlos militarmente.
En este contexto, Daniel Noboa solo esgrime martillos, incluso dentro de una cristalería.
Finalmente, el tercer factor que agrava la violencia en Ecuador es la visión hegemónica del bloque de poder que gobierna, basada en una fe ciega en la desregulación de los mercados. Esta lógica de Estado mínimo ha convertido al país en un paraíso para las economías ilícitas, facilitando la expansión del narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando y el tráfico de armas y personas.
En Ecuador se ha consolidado un régimen oligárquico. Como lo explica el politólogo Jeffrey A. Winters, la oligarquía se refiere a la política de defensa de la riqueza por parte de actores que poseen los medios materiales para ello. Generalmente, los oligarcas financian ejércitos de abogados y políticos para que hagan el trabajo sucio y protejan sus intereses. Pero cuando la crisis de legitimidad del Estado socava también el margen de legalidad, intervienen directamente en la política para defender su riqueza y multiplicarla.
El ingreso a la política de Guillermo Lasso y Daniel Noboa no es casualidad. El primero, dueño del tercer banco más grande del país y cabeza de uno de los cinco grupos económicos más acaudalados. El segundo, heredero del grupo agroexportador más importante del Ecuador. Para ellos, la desregulación de los mercados es la piedra angular de su acción de gobierno. Con esa visión también comulgan los oligarcas que dirigen el narcotráfico desde Europa, Asia o Norteamérica.
Para muestra un botón. Con sus decisiones de gobierno, Lasso y Noboa han facilitado la expansión del tráfico de armas en Ecuador. El uno flexibilizando los permisos para tenencia y porte de armas de fuego. El otro eliminando los aranceles para su importación. Hoy, 8 de cada 10 homicidios se ejecutan con armas de fuego. Y la vía predilecta de los contrabandistas es enviarlas a través de courier desde Miami.
Ahora Usted, estimado lector, comprenderá mejor porqué el Ecuador es un país anegado en sangre.