Hacia fines de 2019 los jóvenes chilenos tomaron las calles durante varios días y la disputaron con vehemencia, pese a la fuerte represión de los carabineros. En diferentes países de la región se recrudecían protestas sociales que pese a estar enmarcadas en reivindicaciones específicas, compartían un profundo descontento con el orden de las cosas. En su mayoría estaban impulsadas por sectores sociales no tradicionales: los jóvenes de sectores populares y medios urbanos en Chile, o el movimiento indígena en Ecuador.
En Chile, el motivo de las reivindicaciones era el hartazgo con el injusto sistema económico mantenido desde el pinochetismo y con un modelo societal estructurado en torno a la mercantilización de todas las prestaciones sociales. En Ecuador la protesta se articuló en contra del plan de ajuste del gobierno de Lenin Moreno a instancias de una negociación de créditos con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Esos dos estallidos no fueron los únicos. En Perú se registraron protestas contra un sistema político, —especialmente el poder legislativo— corrupto, con vetos mutuos y al servicio de los intereses de la clase política. En Argentina organizaciones de desempleados y trabajadores precarizados protestaron contra el gobierno de Macri por la profundización de su, ya de por sí, desfavorable situación económica. Emergían conflictos también en Colombia a raíz de los Acuerdos de Paz, y en Bolivia por el fallido proceso electoral y la salida del país de Evo Morales.
El hartazgo de la sociedad latinoamericana
Más allá de las diferencias, lo cierto es que todos esos conflictos tenían características comunes. Desde protestas contra el status quo o rechazo a matrices sociales muy desiguales, al odio hacia los negociados y enriquecimientos de las élites, y el aislamiento de las mismas con respecto a la sociedad. Los manifestantes también guardaban ciertas características comunes: jóvenes pertenecientes a sectores medios y populares excluidos de la economía formal y sujetos de la represión continua de las fuerzas de seguridad.
Más allá de los problemas cíclicos y estructurales en la región, —crisis económica, desempleo, informalidad, pobreza, exclusión— los diferentes conflictos apelaban a todas esas cuestiones, pero no se detenían en ninguna. Todo se resumía en una manifestación de hartazgo con el funcionamiento de la vida social. El problema era el sistema tal cual estaba instituido. No una de sus partes sino el conjunto.
El aislamiento sanitario derivado de la pandemia puso entre paréntesis las razones de la protesta social, pero no las sofocó. Pese a que la racionalidad occidental nos lleva a tener siempre plazos definidos, la pandemia sigue y no se sabe cómo continuará. Esta falta de certeza ha generado que, aún cuando la Covid-19 no ha sido extinguida, la gente ha vuelto a salir a las calles.
Las protestas se han retomado donde se habían quedado y, desde finales de 2020, ciudades y espacios públicos de varios países de la región volvieron a escenificar la expresión del descontento. Expresión cubierta de altas dosis de furia, odio y, por ende, violencia. Con ese nuevo emerger de la protesta social florece también la represión y la muerte. Como ejemplo, el reciente asesinato del malabarista en Chile.
Descontento que ni la pandemia ha logrado opacar
A lo largo de 2019 se sucedieron algunos acontecimientos relacionados con las protestas previas que operaron como amortiguadores del potencial disruptivo y antisistema de la acción colectiva. Eventos que surgieron como respuesta a los conflictos previos a la pandemia.
En Chile, el llamado a votar una asamblea constituyente para reformar la constitución heredada del pinochetismo calmó a los grupos que protagonizaban el conflicto. Tal es así que la votación de la convocatoria constituyente, ampliamente aceptada, fue leída por parte de los manifestantes como un bálsamo para diluir la protesta. Sin embargo, pese al apoyo a la constituyente, estos grupos se mostraban absolutamente escépticos a que esa nueva Constitución modifique el status quo.
En Ecuador, la protesta de octubre de 2019 implicó la marcha atrás del programa de ajuste de Lenin Moreno y la inminencia de las elecciones de febrero de 2021 generó una expectativa real de cambio político. En Argentina, la pandemia comenzó con el retorno de un gobierno peronista y las expectativas de cambio, sumadas a una convocatoria a la “paciencia social” derivada del contexto sanitario.
En Perú el cambio de gobierno impulsado por el Congreso despertó el rechazo violento de parte de la ciudadanía, al punto de provocar la renuncia del mandatario puesto por el parlamento. El éxito de la protesta, en tanto pulseada con el poder parlamentario, y la nominación más consensuada de un nuevo presidente, calmaron los ánimos. Y en Bolivia, el triunfo aplastante del MAS volteó cualquier movimiento de los sectores más reaccionarios y despertó expectativas de cambio en el país, simbolizados con el retorno de Evo Morales de su exilio.
El panorama político de la región, convulsionado por fuertes y violentas protestas antes de la pandemia, parece que ha recuperado cierta calma por la irrupción de la crisis del coronavirus. Sin embargo, si entendemos las movilizaciones como un rechazo a las estructuras y resultados sociales de las instituciones económicas y políticas vigentes, es difícil pensar que las protestas no volverán a repetirse.
Los eventos que calmaron las aguas no serán suficientes para garantizar el orden si no se modifica el entramado económico e institucional que reproduce sociedades con fuertes bolsones de pobreza y exclusión.
Foto de pslachevsky em Foter.com / CC BY-NC-SA
Autor
Director de la Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno de la Universidad Nacional de Lanús. Profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Univ. de Buenos Aires (UBA). Licenciado en Sociología por la UBA y en Ciencia Política por Flacso-Argentina.