La trata con fines de extracción de órganos constituye una forma extrema de explotación humana. Aunque la narrativa popular suele asociarla con secuestros violentos, en la práctica se basa en el engaño: falsas promesas laborales, manipulación económica y desinformación médica, donde el consentimiento de la víctima es inválido, según el Protocolo de Palermo y las directrices de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito UNODC.
Las redes criminales operan con estructuras complejas. Pueden disponer de instalaciones médicas clandestinas, personal sanitario cooptado y falsificación de documentos que permiten encubrir vínculos entre donantes y receptores. Este nivel de sofisticación dificulta la judicialización del delito, incluso en países con marcos regulatorios avanzados.

El trasfondo del problema es un déficit global de órganos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que se realizan alrededor de 150.000 trasplantes legales por año, cifra que representa menos del 10 % de la demanda real (OMS). En América Latina, este desajuste se agudiza por la desigualdad en el acceso a la salud y por listas de espera que alimentan el turismo de trasplantes ilegal. Según estudios internacionales, este mercado ilícito mueve entre 840 millones y 1.700 millones de dólares al año (Global Financial Integrity, 2017).
Un fenómeno global
El tráfico de órganos se inserta en una economía criminal más amplia que aprovecha vulnerabilidades sociales y vacíos regulatorios. Migrantes, refugiados y personas en situación irregular suelen ser el blanco principal. La manipulación incluye hacerles creer que el trasplante es seguro o incluso reversible.
Un ejemplo reciente se registró en Kenia, donde jóvenes en condiciones precarias vendían sus riñones por menos de 1.000 dólares, mientras intermediarios los revendían en el mercado internacional por hasta 200.000 dólares. De acuerdo con un informe de la DW, en muchos casos las víctimas firmaban documentos falsos bajo barreras idiomáticas y eran operadas en clínicas que servían como fachada de redes transnacionales.
Pero el fenómeno no es aislado. La aparición recurrente de traficantes como Robert Shpolanski —procesado en 2016 por casos en distintos países— muestra que se trata de estructuras organizadas y sostenidas en el tiempo, con un impacto doble: donantes que quedan con secuelas permanentes y receptores sometidos a procedimientos de baja calidad.
El impacto en América Latina
En América Latina, la magnitud del tráfico ilegal es difícil de precisar por la falta de registros oficiales. Sin embargo, algunos indicios revelan su existencia. En México, la Unidad de Inteligencia Financiera reportó 1.904 operaciones sospechosas vinculadas a trata de personas y presunto comercio de órganos (UIF, 2021). Estas transacciones implicaban empresas fachada y esquemas de lavado de dinero.
El déficit estructural de órganos refuerza la presión. Brasil, pese a realizar 28.700 trasplantes legales en 2023, mantiene más de 60.000 pacientes en lista de espera, como lo señala La Asociación Brasileña de Trasplante de Órganos (ABTO, 2023). En Colombia, cerca de 4.000 personas aguardan un órgano, según el Ministerio de Salud. En Perú, la donación voluntaria es mínima —un donante por cada millón de habitantes—, lo que fomenta rumores de ilegalidad no comprobada (Ministerio de Salud de Perú).
Otro elemento por considerar es el aumento de enfermedades crónicas en la región. La Federación Internacional de la Diabetes señala que en América Latina la población adulta con diabetes creció de 8,5 millones en 2000 a más de 32 millones en 2021 (IDF, 2021), una situación que eleva la demanda de riñones y otros órganos, frente a una oferta legal restringida por marcos éticos.
En paralelo, fenómenos como el “turismo de trasplantes” aprovechan los corredores migratorios y la corrupción. El toolkit de la UNODC documenta cómo las redes trasladan víctimas a países con controles más laxos y operan en clínicas aparentemente formales pero fuera de la legalidad (UNODC, 2022).
A pesar de estos indicios, es clave subrayar que no hay pruebas de que el tráfico de órganos esté extendido o normalizado en América Latina. Se trata de una problemática real, pero con alcance aún poco claro, en parte por estar invisibilizada frente a otros delitos como el narcotráfico.
Retos y respuestas necesarias
Los Estados de la región deben avanzar en tres frentes. Primero, reforzar la infraestructura sanitaria y la transparencia en el proceso de trasplantes, para reducir la tentación del mercado clandestino. Segundo, incorporar en la legislación la trata con fines de extracción de órganos como delito autónomo, lo que facilitaría la protección de las víctimas y la trazabilidad de los órganos. Y tercero, fortalecer la cooperación internacional, pues las redes actúan más allá de las fronteras nacionales.
Instrumentos como el Protocolo de Palermo o las directrices de la UNODC ofrecen un marco de acción, pero su aplicación sigue siendo desigual. Sin coordinación efectiva en justicia, salud y migración, los Estados seguirán dejando espacios de impunidad que las redes aprovechan.
A pesar de que el tráfico ilegal de órganos no sea un fenómeno masivo en América Latina, sí representa una amenaza que opera en los márgenes de sistemas de salud débiles y en contextos de vulnerabilidad social. Frente a esta problemática, se requieren estrategias integrales que combinen ética, cooperación internacional y políticas de prevención, siempre con la dignidad humana en el centro.











