«Ellos nos necesitan más que nosotros a ellos…», declaró Donald Trump desde la Oficina Oval al referirse a América Latina tras asumir la presidencia de Estados Unidos. Esta frase marcó el tono de una administración caracterizada por su nacionalismo y enfoque transaccional en política exterior. Desde el inicio, Trump dejó en claro que la estabilidad y seguridad de la región serían tratadas como asuntos estratégicos alineados con los intereses de Washington.
En este contexto, los gobiernos del hemisferio, incluidos los aliados más cercanos de Estados Unidos, enfrentan una disyuntiva: alinearse con la agenda de Washington o afrontar severas sanciones. Un ejemplo inmediato fue la crisis diplomática de los aviones entre Washington y Colombia, donde en cuestión de horas la administración de Trump proyectó su poder y dejó claro que la cooperación con EE. UU.—en este caso, que Colombia recibiera a los deportados—no era opcional. Las repercusiones no tardaron. Panamá renunció a renovar acuerdos con China sobre el canal interoceánico, el gobierno venezolano liberó sin condiciones a ciudadanos estadounidenses retenidos y tanto México como Canadá reforzaron su cooperación en materia de migración y seguridad.
El mensaje para el resto del continente es que Washington no tolerará la falta de alineamiento. Los países que no cooperen enfrentarán sanciones económicas, incluidos aranceles que afectarían su balanza comercial, sus calificaciones de riesgo y su acceso a mercados financieros. Sin embargo, la realidad geopolítica sugiere una interdependencia mayor de la que Trump ha planteado. Si bien los principales desafíos de seguridad y estabilidad para EE. UU.—como el crimen organizado, el narcotráfico y la migración masiva—tienen su origen en América Latina, también la región posee la clave para su posible solución. Frente a esta realidad, la Casa Blanca haría bien en adoptar una política menos agresiva y más cooperativa, adaptada a la variedad de actores, intereses y situaciones en la región.
El crimen organizado: Una amenaza transnacional
El crimen organizado es uno de los principales desafíos de seguridad en el hemisferio. Las redes criminales no solo controlan el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, sino que también participan en el tráfico de personas, el contrabando de armas y la minería ilegal. En México, los cárteles han evolucionado de simples narcotraficantes a actores que controlan territorios, establecen economías paralelas con fuertes conexiones globales, y desafían al Estado. En América Central, pandillas como la MS-13 y el Barrio 18 han consolidado redes transnacionales, a pesar de la política de “mano dura” implementada por el presidente salvadoreño Nayib Bukele, cuyo éxito en la reducción de la violencia sigue generando dudas sobre su sostenibilidad a largo plazo.
En Colombia, lejos de pacificarse tras el acuerdo con las FARC, la crisis de seguridad se ha agravado. La fragmentación de excombatientes y el fortalecimiento de grupos armados como el ELN y el Clan del Golfo han consolidado economías ilícitas que expanden su influencia más allá de las fronteras colombianas. Lo que antes era un problema concentrado en unos pocos países—México, Colombia, Brasil y el Triángulo Norte de Centroamérica—ahora se ha extendido a naciones tradicionalmente consideradas estables. En Chile, los puertos se han convertido en centros clave para el contrabando de drogas, mientras que la violencia asociada a ajustes de cuentas ha aumentado la tasa de homicidios. Costa Rica, históricamente una “isla de paz» en Centroamérica, ha visto un aumento sin precedentes en los asesinatos vinculados a disputas entre bandas locales. Incluso Uruguay, con su reputación de estabilidad, ha experimentado un incremento en el lavado de dinero y la violencia asociada al narcotráfico.
La capacidad de estas redes para adaptarse y penetrar nuevos mercados demuestra que ningún país está exento de su impacto. Esta expansión del crimen organizado resalta la necesidad de respuestas regionales coordinadas. Sin una estrategia conjunta, las organizaciones criminales seguirán expandiendo su influencia, desafiando a los Estados y erosionando la seguridad regional.
¿Mano dura o estrategias integrales?
América Latina ha oscilado entre enfoques represivos y estrategias más integrales en materia de seguridad. El éxito inmediato de las políticas de mano dura en algunos países ha generado interés en replicarlas, pero sus limitaciones son evidentes. El caso de El Salvador bajo Bukele ha demostrado que un régimen de excepción puede reducir drásticamente los homicidios y desmantelar estructuras criminales en el corto plazo. Su alta popularidad parece validar este enfoque, pero las denuncias de violaciones a los derechos humanos y la centralización del poder plantean dudas sobre su sostenibilidad.
En contraste, países como México y Brasil, con redes criminales más consolidadas y Estados debilitados por la corrupción, enfrentan obstáculos adicionales para aplicar estrategias similares. Sin inversión en desarrollo económico e institucionalidad, las medidas punitivas pueden derivar en un efecto boomerang: la diversificación de actividades criminales y el aumento de la violencia. La represión sin acompañamiento de políticas sociales y económicas tiende a generar reconfiguraciones dentro del crimen organizado en lugar de su desarticulación definitiva.
Diversidad de actores y respuestas desiguales
La política de seguridad en América Latina es heterogénea y la relación con EE. UU. varía según los intereses y alineamientos políticos de cada país. México ha adoptado un enfoque pragmático en migración y seguridad, priorizando la cooperación con Washington a pesar de la retórica soberanista de sus líderes. En el extremo opuesto, Venezuela y Nicaragua han optado por una postura confrontacional, fortaleciendo lazos con China y Rusia como contrapeso geopolítico. Brasil, con su liderazgo en el BRICS, equilibra su relación con Estados Unidos con su influencia en foros internacionales alternativos. Chile, aunque históricamente un socio clave de Washington, ha fluctuado entre estrategias de diálogo y medidas punitivas en materia de seguridad interna, particularmente en el conflicto mapuche.
Este panorama resalta la necesidad de que EE. UU. adopte estrategias diferenciadas según el contexto de cada país. La aplicación de políticas uniformes en áreas como seguridad, comercio o cooperación resultaría ineficaz. En su lugar, una aproximación más flexible, adaptada a las realidades locales, permitiría obtener mejores resultados en la lucha contra el crimen organizado y en la estabilidad hemisférica.
¿Una sorpresa en el segundo mandato de Trump?
El regreso de Trump a la Casa Blanca coloca al hemisferio en una encrucijada. Su administración podría optar por políticas punitivas y unilaterales, en línea con su retórica inicial, lo que aumentaría las tensiones con gobiernos de la región. Sin embargo, también existe la posibilidad de que Trump adopte un enfoque más pragmático, reconociendo que la seguridad regional depende de la cooperación con América Latina y que la región no es homogénea. La lucha contra el crimen organizado y la contención de la migración ilegal requieren esfuerzos conjuntos. Una estrategia basada solo en presión sin incentivos de colaboración será contraproducente para los propios intereses de EE. UU.
La relación de América Latina con EE. UU. atraviesa una fase de redefinición, donde la seguridad y la estabilidad regional serán factores clave en el nuevo equilibrio de poder hemisférico. En este contexto, el dilema para los gobiernos latinoamericanos no se reduce a ajustarse a las presiones de Washington o buscar otros aliados geopolíticos. Si las soluciones a los problemas que el propio Trump ha señalado se encuentran en la región, también existen más oportunidades de colaboración pragmática de las que parecen evidentes a primera vista.