La firma del acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) en 2016 marcó un hito histórico en la búsqueda de la paz. Tras décadas de conflicto interno, el país entero contuvo la respiración, anhelando que la paz se convirtiera en la regla y no en la excepción. Se esperaba que, una vez superada la violencia, las regiones históricamente afectadas por la guerra pudieran comenzar a sanar y reconstruirse. Aunque el acuerdo fue un paso crucial, la situación de seguridad en Colombia sigue siendo un desafío.
La complejidad de alcanzar la paz en medio de tensiones, nuevos conflictos y uso de tecnologías como drones ha llevado al país a una situación de “paz armada”. La aparición de nuevos actores criminales y conflictos subyacentes ha retrasado la llegada de la paz en zonas donde el Estado no ha logrado atender las necesidades de la población. Al igual que la “Paz Armada” europea —periodo entre 1871 y 1914 marcado por el auge de la industria bélica, alianzas militares y el aumento de tensiones internacionales— Colombia atraviesa un clima de constante tensión, alimentado por un enfoque gubernamental más reactivo que preventivo.
Han pasado ocho años y seis meses desde la firma del acuerdo entre la longeva guerrilla FARC-EP y el Estado colombiano, un pacto en el que la dejación de armas, la reinserción a la vida civil de sus integrantes y el compromiso con la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición constituyeron la columna vertebral de una paz estable y duradera. No obstante, el conflicto se ha recrudecido en regiones como Cauca, Norte de Santander y Chocó —por nombrar algunas—, dejando a los civiles atrapados entre la zozobra y el miedo.
La “Paz Total” —bandera insignia del gobierno— ha sido un esfuerzo loable por poner fin al conflicto con disidencias y bandas urbanas. Sin embargo, no ha logrado cumplir su objetivo, especialmente en territorios como Nariño, Cauca y Norte de Santander, donde los ataques contra la población civil han aumentado —solo en Cauca se han registrado ocho ataques en lo que va de 2025—.
A su vez, la Paz Urbana en Buenaventura, Quibdó y el Valle de Aburrá ha mostrado ciertos avances. No obstante, la violencia se intensificó cuando el gobierno no supo aprovechar los 18 meses de tregua entre los Shottas y los Espartanos, un periodo clave en el que debió acelerarse la creación de un marco legal para negociar con estas bandas, al tiempo que se enfrentaban la desigualdad y la falta de oportunidades en el principal puerto del país. Los grupos armados y las guerrillas se afianzan en los territorios, incrementando la violencia y reduciendo las posibilidades de alcanzar una paz duradera —una paz que, hasta ahora, ha sido más parcial que total—.
La paz parece estar lejos de consolidarse como un fin, convirtiéndose más bien en un medio para la criminalidad. Aunque la “Paz Total” suena atractiva, la alta rentabilidad de las economías ilegales, el resurgimiento del conflicto en varias regiones, el reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes, el desplazamiento forzado, las disputas territoriales y el asesinato de líderes sociales y firmantes del acuerdo de paz conforman el “cóctel” perfecto para la expansión de un conflicto más amplio, más violento y cada vez más difícil de resolver en el corto plazo.
La situación actual de Colombia guarda similitudes con la “Paz Armada” europea, cuando las potencias se preparaban para la guerra mientras sostenían una fachada de paz, adoptando nuevas tecnologías y tejiendo alianzas entre actores diversos. En ambos contextos, la paz no ha significado el fin de las tensiones, sino más bien una tregua temporal o una convivencia precaria.
En este escenario, los grupos armados han tejido alianzas para mantener el control territorial, social y económico de actividades ilegales, con el objetivo de impedir la entrada de otras estructuras criminales a sus zonas de influencia. Un ejemplo claro son las alianzas entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Frente 4 de las disidencias de Iván Mordisco, que buscan frenar el avance del Clan del Golfo en departamentos como Norte de Santander, Chocó, Antioquia y Córdoba.
La incorporación de drones al conflicto ha marcado un nuevo paradigma en la guerra. Las guerrillas han empezado a utilizar estas tecnologías como una nueva forma de lucha para atacar tanto objetivos militares como civiles, representando un reto significativo para las fuerzas de seguridad. La versatilidad y adaptabilidad de estos dispositivos dificultan su detección y neutralización, lo que obliga a replantear con urgencia las estrategias de defensa y seguridad.
En este contexto, si bien la “Paz Total” busca poner fin a la violencia en las regiones y a la inseguridad en las ciudades, enfrenta obstáculos complejos como la persistencia de grupos armados disidentes y sus alianzas, el narcotráfico y la corrupción. Al igual que en la “Paz Armada” europea, la paz en Colombia es frágil y exige vigilancia constante para evitar que la violencia resurja con mayor fuerza.