Si antes del triunfo electoral de Donald Trump existía bastante preocupación por el deterioro de la democracia, su sonada victoria parece haberse desatado el pánico. Un aluvión de expresiones, reflexiones, habladas y escritas, que muestran a la democracia al borde del precipicio, llenan los espacios de los medios de comunicación y las redes sociales.
Creo que el problema no reside en la natural preocupación al respecto, sino en que esta se nutre de viejos tópicos que persisten y desorientan. Se pueden mencionar de entrada algunos de ellos: la concepción instrumental de la democracia, el discurso ambivalente sobre una sociedad civil siempre virtuosa, el convencimiento de la superioridad moral de las propias ideas políticas (sean estas de derechas o de izquierdas).
La primera base para fortalecer la democracia en tiempos de turbulencias se refiere a la identificación clara de su naturaleza. Existe la idea extendida de que la democracia se identifica por su capacidad de atender las necesidades materiales y aspiraciones de la sociedad. Es lo que Przeworski señala como la concepción instrumental de la democracia. Esta debe servir para algo, no tiene valor en sí misma. Si acaso debe entenderse como una forma particular de gobierno. Puede que sea el menos malo de los sistemas de gobierno. Pero así se pierde, de una u otra forma, su valor sustantivo.
En realidad, la democracia es fundamentalmente un sistema político para poder obtener y realizar decisiones colectivas, de forma previsible y pacífica. Ese es el principal valor de la democracia. Desde luego, asociado a ese valor sustantivo se supone que las decisiones colectivas se orientan hacia la obtención del bien común. Pero la definición de ese bien común también está sujeta a la deliberación democrática, aunque exista ya una serie de parámetros básicos, entre los que se encuentra el bienestar material de la población. Pero no hay que confundirse: la democracia no es un programa de bienestar social, sino principalmente un sistema político para poder adoptar decisiones colectivas de forma pacífica.
Sobre esa base es que hay que configurar instrumentos estables, instituciones, para facilitar la ejecución de ese valor sustantivo en el tiempo. Algo que en sociedades de millones de ciudadanos difícilmente puede hacerse reuniéndose en una plaza pública (como en la Grecia clásica) por lo que es necesario acudir a la representación. Tratar de sortear esa evidencia da lugar a experimentos fallidos y/o antidemocráticos. Y existe ya suficiente información sobre la inseguridad del funcionamiento del voto electrónico directo.
Ahora bien, el mantenimiento de ese sistema virtuoso para adoptar decisiones colectivas depende del conjunto de los integrantes de la colectividad. Y ahí comienzan los problemas. Por un lado, aparecen las disfunciones de la arquitectura institucional, que, como se sabe, provocan distanciamiento y deslegitimación. Pero creo que el problema mayor reside en la misma ciudadanía, y, en particular, en la cultura política que posee.
Captar el valor sustantivo de la democracia exige una educación política básica. Sucede como con el sexo, que todo el mundo cree que viene completamente informado desde la cuna. Y luego pasa lo que pasa. Sin embargo, en todos los países del mundo existen bolsones de población que no conciben el sentido de la democracia y tampoco están interesados en ello. Suelen tener a gala que no poseen interés alguno en la política, pero, en realidad, confunden su valor sustantivo con sus expresiones orgánicas. Aunque no hay que confundir nivel educativo con cultura política, suele darse un correlato entre ambas. No debería extrañar que Trump haya arrasado entre la población de más bajo nivel educativo en Estados Unidos.
Tampoco resuelve la cuestión el activismo político, sobre todo cuando es vicario. En algunos países latinoamericanos, los sondeos de opinión muestran que las oscilaciones en el apoyo a la democracia dependen de cual sea el color político del gobierno. El valor sustantivo de la democracia no se percibe claramente. Se confunde con la participación política activa de parte, por encima de las reglas del juego compartidas. En este sentido, se pone demasiado énfasis en el problema de la polarización política. Es cierto que la polarización tiene efectos perniciosos para la deliberación democrática, pero es únicamente una expresión exacerbada del problema original: la política sectaria, de banderías.
Es la ciudadanía sustantiva, independientemente si es activista o no, que posee una cultura política suficiente, la que percibe el valor intrínseco de la democracia. Es una ciudadanía que tiene un apropiamiento apreciable de sus derechos, de los límites de operación de las instituciones, y que le da un seguimiento regular a la vida política en su país. El problema es que no es mayoritaria en nuestras sociedades. Algunos estudios señalan que se sitúa entre un cuarto y un tercio de la población. Pero es de este espacio ciudadano de donde es posible esperar la defensa no parcial de la democracia representativa.
La comprensión de la distinta concepción y comportamiento en el seno de la ciudadanía es lo que evita esa presunción frecuente de considerar a la sociedad civil como invariablemente virtuosa, sobre todo frente a los vicios de los operadores políticos. Pareciera que los políticos llegan desde otro planeta y no desde la sociedad civil. Solo ante evidencias como la rotunda victoria de Trump, aparecen dudas de si el problema reside en el interior de la misma sociedad civil. La pre concepción (populista) de que el pueblo llano es fuente de todas las virtudes está fuertemente arraigada en la izquierda, especialmente en América Latina. Se confunde el sujeto del padecimiento con el sujeto de la pulsión democrática. Por eso no se consigue comprender que pueda ser compatible en la sociedad civil la actitud solidaria ante un desastre con la falta de apoyo del sistema democrático.
La existencia de bolsones de ciudadanía de baja cultura política es antigua, sobre todo desde el aparecimiento de la modernidad (siglo XVIII). Pero con el cambio comunicacional que ha supuesto el aparecimiento de las redes sociales, ese asunto ha emergido a la superficie en toda su crudeza. El problema no solo reside en la comunicación telegráfica y simplista que permiten las redes, sino también en que la pobre cultura política de amplios sectores está emergiendo con toda su aspereza y su basura asociada. Por otra parte, la manipulación de la información y el florecimiento de las fake news encuentra campo abonado en los bolsones de ciudadanos con pobre cultura política.
La victoria de Trump también ha mostrado la confusión entre mecanismos y fundamentos de la democracia. Más allá de los viejos defectos del sistema electoral estadounidense, la elección del candidato republicano no refleja el mal funcionamiento de la democracia. Trump ha ganado cumplidamente, incluso en términos de voto popular. Como se ha dicho, el problema no es Trump, sino la enorme cantidad de gente que le ha votado. Es decir, si hay un problema, este reside en el seno de la sociedad civil estadounidense. Y todo indica que guarda relación con la pobre cultura política de la mayoría de esa sociedad.
Desde luego, otra cosa será todo lo que venga después. La historia está llena de casos donde el autócrata gana las elecciones limpiamente y luego va destruyendo las reglas del juego democrático. Lo cual alude a algo sabido: que las elecciones son solo una parte del sistema político democrático. Los otros elementos están definidos por el contrato político que se consigna regularmente en la Constitución. Ese es el marco que permite la defensa del valor sustantivo de la democracia y no así la capacidad del gobierno de satisfacer las necesidades materiales de la población. Incluso cabe imaginar teóricamente la posibilidad de que Trump mejorará la situación socioeconómica, al tiempo que construye una autocracia (existen casos conocidos en América Latina, sobre todo desde gobiernos de izquierda).
Parece evidente que la superación de las turbulencias que sufre la democracia (lo de su salvación es una simple provocación comunicativa, al menos eso espero) guarda relación con el incremento de una ciudadanía con suficiente cultura política como para defender su valor sustantivo. Algunas entidades (Idea Internacional, por ejemplo) aluden a la necesidad de constituir una alianza entre todas las instancias públicas y privadas de la sociedad. No sólo es una tarea del sistema educativo, o de los partidos o los gobiernos, constituye un ejercicio de deliberación democrática integral que se ha postergado demasiado tiempo, aunque para ello sea necesario revisar los viejos tópicos sobre la instrumentalidad de la democracia. Quizás así se logre posponer el temido fin y tengamos tiempo para ir a joder otros planetas.
Autor
Enrique Gomáriz Moraga tem sido pesquisador da FLACSO no Chile e outros países da região. Foi consultor de agências internacionais (UNDP, IDRC, BID). Estudou Sociologia Política na Univ. de Leeds (Inglaterra) sob orientação de R. Miliband.