Durante la primera década de este siglo, en América del Sur dos países se mantuvieron al margen de las transformaciones progresistas que se acompañaron del ciclo expansivo de la economía, el auge de las commodities, la confluencia de varios liderazgos regionales de izquierda y la emergencia de un regionalismo posliberal que se beneficiaba de la ausencia de agenda específica de parte de los Estados Unidos.
Esos dos países eran Colombia y Perú. Dos países con importantes similitudes en las últimas décadas. Así, tras el fin de la Guerra Fría mantuvieron sus conflictos armados vigentes toda vez que experimentaron algunas de las políticas de aperturismo y liberalización más radicales del continente. Igualmente, experimentaron un marcado centralismo que por décadas condujo a que las elites económicas y políticas de las grandes urbes vivieran de espaldas a las necesidades estructurales e institucionales de buena parte de población.
Asimismo, —Perú una década antes que Colombia— experimentaron importantes procesos de debilitamiento de sus principales actores violentos, en buena parte, gracias a las políticas de seguridad de liderazgos autoritarios que desdibujaron el sentido de la democracia y del estado de derecho.
En Perú, Alberto Fujimori, con un ADN completamente dictatorial, terminó con el endeble asentamiento democrático del país a través de una década ominosa de gobierno. En Colombia, Álvaro Uribe se erigió como valedor de la Política de Seguridad Democrática, sobre la cual reposa una alianza execrable con el paramilitarismo, al menos hasta 2005, y la responsabilidad de más de 6.000 inocentes que fueron asesinados por agentes del Estado, a la vez que “vendidos” a la opinión pública como narco-guerrilleros “justamente dados de baja”.
De otra parte, ambos son de los países más desiguales y con mayor inelasticidad vertical de renta de toda la región, acompañados de una dimensión social del Estado tan precaria y mercantilizada, como corrompida y ineficiente. Empero, a pesar de todo, se mantenían como sistemas marcadamente conservadores, patrimonializados por unas elites que han tendido a considerar que lo público no es más que un jugoso pastel al servicio de su interés privado, contribuyendo a cercenar nulas posibilidades para el progresismo.
Producto de una manipulación mediática de asociar la violencia armada al conflicto social y, por ende, a la izquierda, durante mucho tiempo ha resultado habitual encontrar un profundo estigma sobre cualquier atisbo de protesta social. En Perú es lo que se conoce vulgarmente como “terruco”. En Colombia, lo mismo es denominado “mamerto”.
En todo caso, dadas estas circunstancias, sorprende que, a la espera de la segunda vuelta presidencial en Perú, el candidato con mayor porcentaje de estimación de voto en este momento sea José Pedro Castillo. Algo similar sucede en la vecina Colombia, en donde el candidato con mayor popularidad con vistas a las elecciones del próximo año es el líder de la izquierda, Gustavo Petro.
Es cierto que uno y otro, en realidad, representan dos izquierdas muy diferentes (prefiero claramente la colombiana), con anclajes sociales, culturales y territoriales poco comparables. Sin embargo, ambos fenómenos sí que beben de una historia reciente muy similar, la cual se ha ido modulando en los últimos años. A tal efecto, no conviene olvidar que antes de la pandemia, en ambos países, y también en otros, como en Ecuador o en Chile, el año 2019 cerraba marcado por las protestas callejeras y la insatisfacción ciudadana.
Además, la pandemia ha revelado agendas sociales precarias, insuficientes y que acumulan décadas de centralismo y privatización. En un ciclo más largo, la izquierda ha ido zafándose, en el caso de Colombia más que en Perú, del pesado lastre del sinónimo de la violencia, y ello ha liberado nuevos espacios político-ideológicos. Es decir, la agenda electoral no gravita ni en torno a los grandes centros decisorios del país ni respecto a la necesidad exclusiva de Estados fuertes en materia de seguridad.
De esta manera, la descentralización territorial, la autonomía regional, la salud, el empleo o la educación retoman un espacio nuclear que favorece disputas sobre el eje izquierda/derecha sobre unos términos poco comparables al pasado reciente de ambos países.
Sea como fuere, es posible que en ninguno de los dos casos llegue la izquierda a gobernar. Está por ver en Perú cómo el fujimorismo conseguirá impulsar una mayor movilización electoral y qué papel jugará Lima al respecto, cuyo candidato, Hernando de Soto, fue ampliamente superado por Fujimori y Castillo. De otra parte, el apoyo electoral respecto del proyecto “Colombia Humana” resulta tan cautivo con el rechazo que genera Gustavo Petro en buena parte del imaginario colombiano, de manera que habrá que ver cómo se posicionan los espacios más centristas, como la Alianza Verde, a la derecha del otrora alcalde de Bogotá.
En conclusión, estos acontecimientos bien justifican que desde la Ciencia Política se busquen nuevos análisis que indaguen en esos factores más inmediatos y en aquellas variables de más largo plazo mencionadas en estas líneas. Hasta ahora, habían servido para explicar parcialmente por qué ambos países habían tenido ausentes figuras progresistas durante las últimas décadas. En la actualidad, renovados planteamientos deberán arrojar luz sobre una situación socio-política y territorial inmersa en un proceso de cambio.
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Autor
Cientista político. Profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Doctor en Ciencia Política y Máster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Univ. Complutense de Madrid.