Hay consenso entre los analistas políticos brasileños en que el actual fiscal general, Augusto Aras, ha tenido una actuación, cuando menos, desastrosa. En lugar de combatir los desmanes de Jair Bolsonaro y su entorno, el jefe del Ministerio Público Federal habría sido cómplice del ahora expresidente. Aunque el diagnóstico es correcto, la explicación del porqué se comportó así suele ser errónea. Atribuir a Aras un alineamiento ideológico con el bolsonarismo, o incluso una especie de desvío de carácter, es inexacto y difícil de probar, además de no explicar el aparente cambio de posición que el fiscal adoptó tras la elección de Luiz Inácio Lula da Silva en 2022. La manera de hacer el nombramiento y, sobre todo, la posibilidad de renovación del mandato de los fiscales generales de dos años son los puntos en los que se halla la clave para entender el comportamiento del fiscal general. Y no solo de este, sino también de los demás que han pasado por el cargo. Aras es, ante todo, un arribista, pero no necesariamente un hombre de extrema derecha.
Augusto Aras, así como sus predecesores, siguió las reglas del juego. Rachel Dodge, nombrada por Michel Temer en 2019, autorizó solo casos contra Bolsonaro cuando ya no tenía posibilidades de ser nombrada de nuevo al frente de la Fiscalía General por parte del nuevo presidente, según la prensa. Rodrigo Janot, por su parte, trabajó durante sus dos mandatos a favor de los intereses de sus colegas del Ministerio Público Federal, cuando serían ellos los que elegirían al fiscal general (Lula y Dilma Rousseff aceptaron casi automáticamente el nombramiento del más votado por los propios miembros del órgano). Geraldo Brindeiro, que fue nombrado y reelegido tres veces más por Fernando Henrique Cardoso, llegó a ser conocido como el «archivador general de la república» por archivar muchas acusaciones contra el Gobierno.
Con la vista puesta en su candidatura en 2018, Aras no participó en la elección organizada por los fiscales federales porque sabía que Bolsonaro no escucharía los deseos de la corporación. Al buscar su reelección en 2021, el fiscal general pudo demostrar que era bastante cuidadoso con el entonces presidente, incluso siendo considerado por parte del mismo Bolsonaro para una futura vacante en el Supremo Tribunal Federal (STF).
Aras apenas molestó a Bolsonaro hasta que se conocieron los resultados de las urnas en 2022, todavía con la esperanza de que la pluma del entonces presidente pudiera llevarlo al STF o a otro período al frente del Ministerio Público de la Unión. Ahora, con un nuevo presidente y sin posibilidades de conservar cargos importantes, intenta limpiar un poco su desgastada biografía actuando contra los terroristas que atacaron la democracia brasileña este año. La vergüenza es lo que queda de la reputación de Aras.
El actual fiscal general se defiende diciendo que no es cierto que hubiera protegido al expresidente Bolsonaro. Recuerda que actuó en algunos casos, pero que evitó la politización de los tiempos de la operación Lava Jato. Los números parciales de su actuación, sin embargo, no parecen apoyar esta postura. El fiscal general archivó varias denuncias de que el presidente había actuado de forma delictiva en la gestión de la pandemia de la COVID-19, que fueron presentadas por la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) del Senado.
Durante la campaña electoral de 2022 (la más violenta desde la redemocratización en 1985 y que estuvo marcada por el uso de fake news por parte de los aliados de Bolsonaro), Aras, que también es fiscal general electoral, no empleó la justicia electoral en ninguna ocasión sobre el uso de mentiras y fake news, según un reportaje de Folha.
Una investigación de Transparencia Internacional muestra que ha abierto menos procedimientos de investigación penal (PIC) relacionados con la corrupción de sus predecesores. En 2016, todavía con Rodrigo Janot como fiscal general, había 577 PIC. Con Aras, estas cifras se redujeron a 366 en 2019, 200 en 2020 y 241 en 2021. El STF y sus ministros tuvieron que adoptar medidas heterodoxas para sortear la inercia de quien detenta el monopolio de la acusación penal en relación con el presidente, los ministros y los parlamentarios.
El mandato de Aras finaliza en septiembre. Lula no se comprometió a respetar la elección organizada por los fiscales federales (y lo hizo con razón). La experiencia de un fiscal federal que tiene como elector a sus propios colegas, también resultó desastrosa. Janot, que dirigía el Ministerio Público Federal durante la operación Lava Jato, hizo tanto daño a la democracia brasileña como Aras.
Y la cuestión no es necesariamente la posición política de ambos. El problema es que la posibilidad de volver a ser nombrado en el cargo o de ocupar otros puestos destacados en el Estado brasileño, como ministro del STF, incita al fiscal general a actuar de una manera que puede considerarse indebida.
Cuando un presidente nombra y vuelve a nombrar al fiscal general sin consultar a los miembros del Ministerio Público Federal, tal como hicieron Fernando Henrique Cardoso y Bolsonaro, somos testigos de ocupantes de la Fiscalía General que son excesivamente indulgentes con los jefes del Ejecutivo.
Cuando, por otro lado, el poder de nombramiento se transfiere a los 1.200 fiscales públicos, tal como hicieron Lula y Rousseff, corremos el riesgo de tener un ocupante de un cargo muy poderoso sin más límite político que su propia corporación.
Es necesario acabar con la posibilidad de reelección y la creación de una larga cuarentena para quienes ocupan la Fiscalía General. De lo contrario, Brasil volverá siempre al mismo dilema de vez en cuando: excesiva independencia o falta de autonomía, dos extremos perjudiciales para la democracia.
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Autor
Profesor de la Univ. Federal del Estado de Río de Janeiro (UNIRIO). Doctor en Ciencia Política por la Univ. de São Paulo (USP). Co-autor de "A política no banco dos réus: a Operação Lava Jato e a erosão da democracia no Brasil" (Autêntica, 2022).