Bajo la nueva administración de Trump, Estados Unidos parece redescubrir la importancia de América Latina. Pero, ¿qué hay detrás de este movimiento y qué señala sobre las tendencias geopolíticas globales?
Este giro sugiere un redireccionamiento de las prioridades estratégicas de Estados Unidos, desplazándolas del área de influencia de Rusia en Europa del Este hacia su propia esfera de dominio en las Américas. Mientras la guerra en Ucrania se acerca a su tercer año, Trump ha expresado su deseo de desescalarla y ha manifestado su desprecio por la OTAN, a la que considera un instrumento mediante el cual Europa drena recursos estadounidenses. A diferencia de Biden, quien observaba el mundo a través del prisma ideológico de la Guerra Fría, Trump adopta un enfoque más pragmático y basado en la fuerza, sin considerar las normas del orden internacional liberal.
Con la llegada de Trump al poder, parece dibujarse un nuevo escenario geopolítico. La narrativa del enfrentamiento entre democracias y regímenes autoritarios, que justificó el involucramiento de Estados Unidos a través de la OTAN en la guerra de Ucrania, da paso a una lógica más cruda bajo el lema «America First»: Estados Unidos contra el resto del mundo, dispuesto a proyectar su poder de manera unilateral. El instrumento central de esta estrategia no son las alianzas ni las intervenciones militares directas, sino las tarifas comerciales, utilizadas como sanciones económicas y ajustadas según el grado de obediencia de las naciones.
La primera gran prueba de esta estrategia ha ocurrido precisamente en América Latina, con la cuestión migratoria. Ante la amenaza de Estados Unidos de imponer tarifas del 25% a todos los productos colombianos luego de que Colombia prohibiera los vuelos de deportación de migrantes desde EE.UU., el presidente Gustavo Petro cedió, evidenciando el poder disuasorio de estas medidas, especialmente porque Estados Unidos es el mayor socio comercial de Colombia y adquiere alrededor de una cuarta parte de sus exportaciones.
Si durante la Guerra Fría la estabilidad global se basaba en la amenaza del armamento nuclear, hoy la principal herramienta de coerción estadounidense son las tarifas unilaterales, que imponen costos económicos arbitrarios a sus socios comerciales y los fuerzan a hacer concesiones bajo la amenaza de mayores pérdidas. Estas medidas se implementan sin respetar las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC). El riesgo de este nuevo juego de presiones es la escalada de represalias, donde los países afectados podrían responder con medidas similares. En un contexto de alta interdependencia económica, esto podría generar una especie de “destrucción mutuamente asegurada” en el ámbito financiero, en el que disputas comerciales descontroladas desemboquen en un colapso sistémico.
América Latina ha pasado a ser un laboratorio para esta nueva política exterior de EE.UU., con un primer gran ensayo en la implementación de una política migratoria de línea dura. Esta estrategia ha expuesto las relaciones de poder asimétricas entre EE.UU. y la región, revelando la visión de Trump sobre América Latina y el Caribe como un territorio de drogas, migrantes, criminales e “indeseables” que debe ser controlado. Este cambio marca una transición: de la indiferencia con la que la región había sido observada, o incluso ignorada, a su consideración como una amenaza, convirtiéndola en un foco de preocupación dentro del discurso estadounidense.
La gran incógnita es si la agenda negativa de Trump para América Latina logrará contener la influencia de China, que se ha convertido en un actor económico clave en la región, o si, por el contrario, incentivará un fortalecimiento de los lazos latinoamericanos con el país asiático.
Ya se especula sobre una reedición de la Doctrina Monroe, esta vez con China como objetivo en lugar de Europa, reflejando la creciente preocupación de EE.UU. por la presencia china en la región. Aunque América Latina no sea la prioridad geoestratégica más urgente para Washington, garantizar un control estricto sobre la región sigue siendo una condición clave tanto para la seguridad estadounidense como para su proyección de poder a nivel global. La influencia china en la región es evidente, sobre todo considerando que 40 países de América Latina y el Caribe forman parte de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, con la inauguración del complejo portuario de Chancay, en Perú, en noviembre de 2024, en presencia del presidente Xi Jinping.
Sin embargo, la atracción de la Nueva Ruta de la Seda para América Latina no puede explicarse solo por el déficit de infraestructura regional o la búsqueda de nuevas oportunidades comerciales y acceso a financiamiento. También está relacionada con la construcción de una «infraestructura invisible» en el campo de las ideas, que fortalece el soft power chino. La histórica admiración de América Latina por el modelo de vida e instituciones de EE.UU. está dando paso gradualmente a un interés por el modelo de desarrollo chino, que ha demostrado ser eficaz en la erradicación del hambre y la promoción de la inclusión social.
China se presenta como un poder económico capaz de ayudar a otros países a desarrollarse y construir una comunidad con un futuro compartido para la humanidad, promoviendo proyectos de infraestructura que mejoran las condiciones de vida y ofreciendo bienes públicos globales. Ejemplos claros de esta estrategia son los inversiones chinas en transición energética, especialmente en energía solar, eólica y vehículos eléctricos en Brasil, que podrían abrir nuevas posibilidades de desarrollo sostenible para la región. Además, China se posiciona como una alternativa frente a la política de Trump, apelando a la comunidad internacional a defender el multilateralismo y un orden internacional basado en reglas. Su discurso enfatiza la soberanía de los países de la región como un pilar fundamental, en contraste con la política más intervencionista de EE.UU., que ahora se perfila explícitamente como la estrategia dominante hacia América Latina.
Es fundamental mantenernos atentos porque, como dice un proverbio africano, cuando los elefantes pelean, la hierba es la que sufre. En este contexto de disputa hegemónica y sus repercusiones en la región, América Latina necesita reconocer su propia agencia y comprender la urgencia de su integración. La cancelación de la reunión de emergencia de la CELAC, convocada a petición del presidente colombiano para discutir la crisis de deportaciones impuesta por EE.UU., es una señal preocupante de la falta de coordinación regional frente a estos desafíos.
Esta necesidad de transformación se vuelve aún más apremiante si consideramos los vastos recursos de minerales críticos que posee América Latina, esenciales para la transición energética global. La región debe unirse para evitar caer en la lógica colonial –compartida tanto por EE.UU. como por China– que la posiciona como un mero proveedor de materias primas. Estos minerales estratégicos representan una oportunidad única para que América Latina redefina su papel en el escenario global. Sin embargo, esto solo será posible si, en lugar de limitarse a exportar minerales para ser procesados con mayor valor agregado en el extranjero, la región exige la transferencia de tecnología y su reposicionamiento en la división internacional del trabajo.
Es crucial que el puerto de Chancay no contribuya a la trágica reprimarización de nuestras economías, sino que se convierta en un punto de transformación. En lugar de exportar solo minerales, América Latina debe generar productos con mayor valor agregado, creando empleos y promoviendo un desarrollo sostenible local y regional.