El Gran Caribe, un mosaico de biodiversidad, cultura e historia, se encuentra ante una encrucijada crucial que definirá su futuro. Aunque los Estados caribeños adoptan cada vez más la economía azul como motor del desarrollo sostenible, los cimientos ecológicos que sustentan esta visión —arrecifes de coral, manglares y praderas marinas— se están deteriorando debido al cambio climático y la contaminación.
Esta realidad expone una contradicción más profunda: para ser viable, inclusiva y duradera, la economía azul debe ser regenerativa, basada en sistemas socioambientales participativos, soluciones fundamentadas en la naturaleza, soberanía regional sobre los recursos marinos y una transición energética resiliente y baja en emisiones. No obstante, este patrimonio compartido enfrenta crecientes amenazas ecológicas que ponen en riesgo estas aspiraciones.
La economía azul: entre la promesa y el peligro
Los gobiernos caribeños y las instituciones multilaterales han promovido la economía azul como una nueva vía hacia el crecimiento sostenible. El turismo costero, la pesca y la biotecnología marina surgen como estrategias para diversificar economías tradicionalmente dependientes del comercio internacional y del turismo a gran escala.
Barbados, por ejemplo, lanzó la primera iniciativa mundial de «deuda por clima», creando el Blue Green Bank con el apoyo del Banco de Desarrollo del Caribe, para financiar proyectos resilientes al clima en agua y saneamiento. En Belice, una alianza con The Nature Conservancy permitió la conversión de US$364 millones de deuda nacional, reduciéndola en un 12 % del PIB del país y destinando US$180 millones a la conservación marina, incluyendo el compromiso de proteger el 30 % de las aguas beliceñas. Mientras que República Dominicana ha integrado la economía azul en su plan nacional de adaptación climática, reconociendo que sus ecosistemas marinos generan aproximadamente US$1.790 millones anuales, cerca del 1,58 % del PIB nacional.
Sin embargo, estos avances siguen siendo frágiles ante el creciente estrés ecológico. El modelo de desarrollo global imperante continúa basado en una lógica orientada a la productividad e ignora la creciente fragilidad de los ecosistemas marinos. Estudios científicos advierten que, sin una estabilización urgente de las emisiones de CO₂, hasta el 94 % de los arrecifes de coral se erosionarán para 2050, perdiendo más masa estructural de la que pueden construir. La paradoja es clara: ninguna economía azul puede sostenerse sin una base ecológica sólida.
Redefiniendo el paraíso: el cambio climático y el futuro del turismo en el Caribe
Las señales de alerta se multiplican. La región ya experimenta los impactos de la crisis climática: huracanes más intensos, erosión costera y aumento del nivel del mar amenazan a las comunidades del caribe y a la infraestructura.
La frecuencia de huracanes de categoría 4 y 5 ha aumentado en las últimas décadas y se prevé que continúe en ascenso. Entre 2000 y 2012, más de 100 huracanes azotaron directamente el Caribe, dejando tras de sí devastación económica, social y ambiental. Incluso sin tocar tierra, el huracán Dean modificó drásticamente el perfil de las playas en Trinidad.
En 2024, el huracán Beryl fue el primero de categoría 5 en impactar el sureste del Caribe en junio, causando graves daños. La temporada de huracanes del Atlántico finalizó el año pasado con 18 tormentas, incluyendo 11 huracanes, cinco de los cuales alcanzaron las categorías de 3 a 5, lo que evidencia un patrón climático cada vez más peligroso para la región.
En las Bahamas, gran parte de la infraestructura turística se encuentra en zonas altamente vulnerables al aumento del nivel del mar. Un incremento de tan solo un metro, combinado con fuertes marejadas ciclónicas, podría afectar hasta el 83 % de los complejos turísticos y hoteles del país. Antigua y Barbuda, junto con las Bahamas, figuran entre los países donde el turismo costero representa más de la mitad del PIB. Las costas que hoy generan miles de millones en ingresos turísticos podrían, en pocas décadas, ser absorbidas por el mar.
Más allá del clima extremo, la crisis del sargazo se ha convertido en una amenaza seria. Impulsadas por los nutrientes de la escorrentía agrícola y las corrientes oceánicas cambiantes, estas acumulaciones masivas de algas sofocan hábitats costeros, matan peces y repelen turistas, generando pérdidas económicas significativas y recargando a los gobiernos locales con los costos de limpieza y recuperación ecológica.
La crisis de los arrecifes de coral es igualmente alarmante. Los eventos de blanqueamiento masivo, cada vez más frecuentes, ya han devastado ecosistemas completos en las Islas Vírgenes y el sur de Jamaica. A esto se suma la propagación de la enfermedad de la pérdida de tejido de los corales pétreos, altamente letal, que afecta a múltiples especies y destruye rápidamente lo que queda de los arrecifes caribeños.
Las comunidades en primera línea soportan cargas desiguales
Como muchas crisis, el colapso ecológico dista mucho de ser equitativo. Las comunidades costeras, compuestas principalmente por poblaciones vulnerables, pueblos indígenas, pescadores artesanales y comunidades tradicionales, son las más afectadas y las menos preparadas para responder.
En países como Haití y Dominica, los fenómenos meteorológicos extremos han provocado desplazamientos internos, agravando la inseguridad alimentaria y económica. Los impactos en la salud mental también están en aumento en toda la región. Estos factores de estrés están transformando la vida costera.
Mientras tanto, el acceso equitativo a los beneficios prometidos por la economía azul sigue siendo esquivo: las inversiones rara vez alcanzan a las comunidades de base, no incorporan los conocimientos tradicionales y, con frecuencia, excluyen las voces locales de los procesos de gobernanza.
Una economía azul sostenible también debe ser una economía solidaria. Esto implica defender los derechos territoriales, integrar los saberes locales en la toma de decisiones y garantizar una distribución justa de los beneficios.
Reivindicando el horizonte azul: soberanía y cooperación en el Caribe
El Gran Caribe es más que una región geográfica. Es un espacio político y simbólico de resistencia, solidaridad e interdependencia. Frente a los desafíos oceánicos, la integración regional se convierte en una estrategia de supervivencia, una declaración de soberanía y una vía para reducir las presiones externas sobre los recursos marinos.
En este contexto, fortalecer la diplomacia científica caribeña en acuerdos globales como el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) y la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) resulta estratégico. Esto requiere más que discursos: exige instrumentos concretos de soberanía, como los bonos azules, que vinculen el financiamiento con resultados de conservación, con mecanismos de supervisión, transparencia y beneficios tangibles para las comunidades locales.
En esta línea, la reciente “Declaración de Montería” de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), adoptada el 30 de mayo en su 10ª Cumbre de Jefes de Estado y/o de Gobierno, reafirma que la cooperación regional es clave para alcanzar el desarrollo sostenible del Gran Caribe y cumplir con la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), destacando la necesidad de alianzas estratégicas, inclusivas y coordinadas a múltiples niveles para lograr impactos reales y duraderos.
Redefinir los modelos de desarrollo, reconstruir la relación entre sociedad y naturaleza y adoptar una visión estratégica a largo plazo son pasos esenciales para el futuro del Gran Caribe.
El mar Caribe no es solo un activo económico. Es un territorio vivo, cuna de culturas, conocimientos ancestrales y un horizonte de posibilidades. La región se encuentra en un momento histórico: continuar por un camino de degradación o construir una economía azul regenerativa basada en el cuidado de las personas y los ecosistemas, y en la fortaleza de la cooperación regional.