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Ante la presión, resiliencia. América Latina necesita recalibrar su paradigma de desarrollo

Durante mucho tiempo, el modelo de desarrollo de América Latina y el Caribe asumía una línea ascendente: escapar de la pobreza como consecuencia del crecimiento económico desembocaría en la incorporación de una clase media estable.

El impulso del desarrollo humano en América Latina y el Caribe enfrenta un enorme desafío. Tras décadas de avances en salud, educación y reducción de la pobreza, la región enfrenta una paradoja inquietante: los progresos han sido notables, sí, pero frágiles y desiguales; y hoy se ven amenazados por una combinación de problemas estructurales, incertidumbre y múltiples crisis que se retroalimentan y reproducen sus efectos. Ante este escenario, insistir en seguir las recetas del pasado no es una opción. El desarrollo debe replantearse con la resiliencia como eje y dirección.

Durante mucho tiempo, el modelo de desarrollo de América Latina y el Caribe asumía una línea ascendente: escapar de la pobreza como consecuencia del crecimiento económico desembocaría en la incorporación de una clase media estable. Pero la realidad no ha sido lineal. Hoy, el 31% de la población en la región habita una zona gris de vulnerabilidad socioeconómica: no está en condiciones de pobreza, pero tampoco está protegida. Basta una crisis —sanitaria, climática o política— para hacerla retroceder.  En otras palabras, en América Latina y el Caribe, salir de la pobreza ha sido posible para muchos, pero también —y con mucha frecuencia— volver a caer.

Más de la mitad de su población carece de mecanismos adecuados para enfrentar un evento adverso moderado sin ver afectado su bienestar y comprometido su futuro. En un contexto donde la incertidumbre está creciendo y las crisis son cada vez más frecuentes, intensas e interconectadas, parte de la población vive en estado de inseguridad o alarma que son incompatibles con la libertad.

La resiliencia, en cambio, entendida como la capacidad de prevenir, sobrellevar y recuperarse de las crisis sin sacrificar libertades ni dignidad, es precondición para la esperanza al ampliar la agencia de los individuos, es decir, su capacidad de tomar acción y perseguir los objetivos de vida que valoran. Es, por tanto, parte esencial del desarrollo humano.

Un presente incierto, un futuro por escribir

Las cifras son elocuentes. El crecimiento del Índice de Desarrollo Humano (IDH) se redujo de 0,7% anual entre 1990 y 2015, a apenas 0,2% desde la pandemia. La incertidumbre, medida por indicadores globales, se ha duplicado en la región solo en el último año, muy por encima del promedio mundial. Y las amenazas ya no son puntuales: se superponen, interactúan y se potencian. Desde la emergencia climática hasta ciberataques, pasando por la fragmentación social y el crimen organizado, América Latina y el Caribe enfrenta amenazas sistémicas que desbordan cualquier manual tradicional de política pública.

Esta era de la incertidumbre exige  un cambio de paradigma. La resiliencia debe dejar de ser un resultado deseable para convertirse en el principio organizador del desarrollo.

Tres fuerzas en tensión, un mismo desafío

Identificamos tres grandes fuerzas que están tensionando el desarrollo: la acelerada evolución de tecnologías emergentes, la fragmentación social y la intensificación de los desastres climáticos. Aunque distintas, comparten una condición: se retroalimentan entre sí. La transformación digital, por ejemplo, ha ampliado el acceso a información y servicios, pero también ha profundizado desigualdades, ha precarizado el empleo a través del trabajo en plataformas sin protección social y ha debilitado la cohesión social a través de la desinformación y la polarización política.

América Latina y el Caribe es la región del mundo con mayor consumo de redes sociales: más de tres horas y media diarias, en promedio. Este hiperconsumo digital tiene costos psicosociales —ansiedad, depresión, aislamiento— especialmente entre jóvenes. Además, en contextos de baja alfabetización digital, las noticias falsas se propagan con facilidad, minando la confianza en las instituciones y el debate democrático.

El segundo gran factor de presión es la fragmentación social. La desconfianza crece, tanto hacia las instituciones como entre los propios ciudadanos. “Los otros” —los que piensan distinto, los que gobiernan, los que no son parte del círculo inmediato— generan cada vez más recelo. A medida que la confianza en los gobiernos se erosiona, los lazos más cercanos —la familia, los amigos, la comunidad inmediata— se convierten en la principal red de protección. Pero cuando esa confianza selectiva convive con una desconfianza generalizada, el terreno queda abonado para la expresión de antagonismo entre grupos sociales y, por lo tanto, una creciente dificultad para resolver problemas comunes. El avance del crimen organizado en la región corre en gran medida también por estas fracturas.

La tercera amenaza, quizás la más visible, es la climática. La región vive los cinco años más calurosos de su historia, ha triplicado la frecuencia de eventos extremos desde 1960 y enfrenta pérdidas millonarias por productividad laboral afectada por el calor. Entre 2002 y 2023, los incendios forestales arrasaron casi 400 millones de hectáreas, una superficie equivalente a la suma de Argentina y Chile. Lo más alarmante: los países con menor IDH son también los más vulnerables a los impactos climáticos; los mejor posicionados, aunque más adaptables, también se encuentran considerablemente expuestos.

Recalibrando el futuro del desarrollo

¿Qué hacer ante esta triple presión? La propuesta gira en torno a un marco de acción basado en tres pilares: instrumentos para gestionar la incertidumbre, instituciones que abracen la complejidad e infraestructuras que activen el potencial de las comunidades. Esta tríada —instrumentos, instituciones, infraestructuras— conforma el nuevo “pacto de resiliencia”.

En términos prácticos, esto implica: ampliar los sistemas de protección social más allá de las personas en situación de pobreza reconocida oficialmente, garantizar una presencia estatal sostenida en todo el territorio y apostar por infraestructuras —digitales, físicas y ecológicas— que no solo resistan las crisis, sino que promuevan inclusión y equidad.

Recalibrar el desarrollo en América Latina también exige compromiso político para dejar atrás las recetas simplistas y asumir la complejidad del momento. La región necesita instituciones ágiles, capaces de anticipar riesgos y articular respuestas multisectoriales. Requiere invertir con decisión en capital humano —especialmente en habilidades digitales y climáticas— y, sobre todo, renovar su narrativa de desarrollo: el desarrollo humano sin incorporar la resiliencia ya no es viable.

Resiliencia como posibilidad

La resiliencia no es resistencia, no es aguante. Es posibilidad. No se trata de blindarnos contra todo riesgo, sino de asegurar que, cuando las crisis lleguen —porque llegarán—, tengamos la capacidad colectiva de adaptarnos y reconstruir sin retroceder en derechos ni libertades. En un mundo de shocks interconectados, el desarrollo no puede limitarse solo a planificar cómo mejorar el crecimiento económico y redistribuirlo; tiene que pensarse también en términos de proteger avances y evitar retrocesos. Esto tiene que ver con la capacidad de las personas para tomar decisiones sobre sus vidas, incluso —y sobre todo— en tiempos difíciles.

El desafío está planteado. América Latina y el Caribe está bajo presión. Pero también está ante una oportunidad: recalibrar el rumbo del desarrollo con la resiliencia como resorte. Porque sin ella, todo avance es reversible. Con ella, incluso los golpes más duros pueden convertirse en una oportunidad para rebotar y seguir avanzando.

Este artículo presenta un avance del Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025, titulado “Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo”, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en América Latina y el Caribe.

Autor

Subsecretaria General de las Naciones Unidas, Administradora Auxiliar y Directora de la Dirección Regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Economista Jefe del PNUD para América Latina y el Caribe, lidera el asesoramiento estratégico sobre políticas en torno a las tendencias económicas y el progreso de los ODS. También supervisa la agenda de investigación y conocimiento de la región, incluyendo el Informe Regional sobre Desarrollo Humano.

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