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El fin del pacto de guerra negativo

El conflicto entre Israel e Irán marca un giro peligroso hacia la legitimación de la guerra total como herramienta de política exterior, con ecos alarmantes para América Latina.

Al igual que en 2022, tras la invasión rusa de Ucrania, el reciente conflicto entre Israel e Irán ha vuelto a poner la guerra en el debate público. El uso de la fuerza por parte del gobierno israelí, liderado por Benjamín Netanyahu, se consideró, en sí mismo, una medida extrema en diversos círculos decisorios a nivel mundial. La aleatoriedad de los objetivos elegidos para el lanzamiento de misiles y drones demostró, como en Gaza, la opción no solo de debilitar la capacidad de respuesta de Irán, sino también a su propio régimen político.

Las conexiones de Netanyahu con Estados Unidos, así como sus vínculos con las élites políticas y religiosas regionales, dejaron claro que su objetivo final no era simplemente acabar con el programa nuclear iraní. En realidad, pretendía usar la fuerza y la devastación para crear una nueva realidad geopolítica en Oriente Medio. Durante la última década, jefes de Estado y de gobierno han adoptado posturas similares, volviéndose cada vez más inflexibles en sus políticas exteriores. Con ello, optan por obstaculizar la resolución diplomática de conflictos y generar escaladas de violencia cada vez más devastadoras. La justificación de Netanyahu para librar una guerra preventiva contra Irán es el último, y quizás el último, momento en que ha cruzado la línea entre la diplomacia y la guerra. 

Al arrastrar a Donald Trump a la guerra que él mismo inició, Netanyahu deja claro que su intención era desestabilizar el régimen iraní y forzar un cambio de gobierno y sistema político en el país de los ayatolás. Desde 2023, se han grabado conversaciones entre el gobierno israelí y el heredero del último monarca iraní, así como con jeques palestinos que buscan suplantar a la Autoridad Palestina a cambio del apoyo político israelí. Si bien la guerra que Trump denominó la «Guerra de los Doce Días» no significó precisamente la victoria para ninguno de los dos bandos, sí tuvo el poder de cambiar importantes estándares en la ejecución de las prácticas de política exterior en todo el mundo. Es posible que varios países vean a sus élites buscando acercarse a las potencias globales para intentar recuperar el poder. 

América Latina no es ajena a este proceso. El intento de golpe de Estado de 2019 en Bolivia por parte de Jeanine Áñez contó con el apoyo explícito del gobierno argentino de Mauricio Macri. Juan Guaidó, por su parte, fue reconocido como el gobernante legítimo de Venezuela entre 2019 y 2022 por los países occidentales, a pesar de haberse autoproclamado presidente. Opositores al gobierno, de diversas ideologías, han utilizado esta postura para justificar posturas radicales a favor del derrocamiento de gobiernos o del fraude electoral, incluso cuando no son perseguidos en sus propios países ni enfrentan procesos judiciales por delitos cometidos.

Este es el principal riesgo que plantea el reciente conflicto internacional en Oriente Medio. Al vincular un asunto de seguridad nacional con la eliminación de todo un régimen político en otro país, a cientos de kilómetros de su territorio, Netanyahu ha utilizado la guerra como instrumento legítimo de política exterior. Esto sienta un precedente para el uso de la fuerza por parte de cualquier país que busque simplemente derrocar al gobierno de otro, no por motivos democráticos ni por violaciones de derechos humanos, sino para afirmar su voluntad y fuerza. En un escenario de creciente aplicación de las llamadas políticas de «máxima presión», especialmente por parte de Estados Unidos, esta es una posibilidad que no puede pasar desapercibida para los gobiernos latinoamericanos.

Uno de los acuerdos que trajo estabilidad tras la Segunda Guerra Mundial fue el llamado «pacto de guerra negativo». La creación de un conjunto de organizaciones internacionales, incluida la ONU, fue vista por potencias mundiales que no eran necesariamente aliadas como una forma de evitar la guerra. Si bien no conducían a un mundo de mayor cooperación, estas instituciones y acuerdos podían al menos evitar que los conflictos internacionales se resolvieran únicamente por la fuerza. Varios conflictos tuvieron lugar entre el comienzo de la Guerra Fría y el final de la década de 2010, pero el uso de la fuerza debía justificarse por algún beneficio colectivo, ya fuera para la comunidad internacional o para las poblaciones oprimidas y las víctimas de ataques de sus propios gobiernos.

Lo que presenciamos ahora es arriesgado para todas las poblaciones del mundo. Gradualmente, en las últimas décadas, varios países han abandonado esta justificación para el uso de la violencia. Incluso en intervenciones como las de Ucrania y Libia, por ejemplo, Rusia y Estados Unidos intentaron presentar el uso de la fuerza como un elemento necesario para el bien común. Al emplear la fuerza y atacar sin restricciones la infraestructura y la población civil, lo que el gobierno de Netanyahu está sentando ahora en el escenario internacional es un precedente para el regreso de la guerra total. La devastación, no la derrota política o militar, se convierte en el horizonte, al igual que la guerra civil que tanto marcó a América Latina a lo largo de sus procesos políticos en los siglos XIX y XX.

El exsecretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, afirmó que la institución no estaba destinada a llevarnos al paraíso, sino a salvarnos del infierno. La rehabilitación de la guerra total como instrumento de política exterior podría estar llevándonos precisamente por el camino opuesto a su intención. En este contexto, América Latina podría dejar de ser escenario de una simple competencia por favores entre dos potencias y convertirse en escenario de intentos cada vez más enérgicos de intervenir en sus asuntos internos. Trump, con sus «aranceles recíprocos», ya ha dejado claro el camino que pretende tomar. Por el bien de nuestra autonomía y democracia, fruto de tantas luchas y disputas, los gobiernos latinoamericanos deberían alinearse no en torno a la devastación, sino en torno a la defensa de la cooperación.

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Doctor en Geografía por la Unicamp. Investigador en el Laboratorio de Geografía Regional y Geografía de las Relaciones Internacionales (LAGERE-GRI) de la misma institución e Investigador Invitado en el Centro de Estudios Interdisciplinares de la Universidad de Coimbra (CEIS20/UC).

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