El 6 de enero de 2025, los periodistas David Adams y Frances Robles publicaron el informe «Masacre tras masacre: La sombría espiral de Haití hacia un Estado fallido» en el New York Times. El artículo destacaba el colapso de la seguridad pública en el país, exponiendo la fragilidad institucional de Haití ante el avance de las pandillas y la incapacidad del gobierno local para responder a la crisis. Meses después, el 25 de junio, Robles retomó el tema en «Un año después del desembarco de una fuerza internacional, Haití no está más cerca de la paz», abogando por una acción más decisiva de la comunidad internacional en el país, especialmente de Estados Unidos, principal financiador de la última misión de las Naciones Unidas en Haití (Apoyo Multinacional a la Seguridad – MSS).
Más allá de los datos y análisis sobre la violencia que asola a la población haitiana, destaca una expresión recurrente: «Estado fallido». Más que un diagnóstico técnico, el término tiene un gran peso político, simbólico e histórico. Esta expresión ha sido ampliamente utilizada por autoridades, académicos y medios de comunicación en Estados Unidos (y otros países) para describir la situación en Haití. Y su uso frecuente, contribuye a consolidar una visión de Haití como incapaz de autogobernarse, lo que, a su vez, legitima acciones externas con supuestas justificaciones humanitarias.
La exembajadora de Estados Unidos en Haití, Pamela White, declaró en 2022, durante una audiencia ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, que «Haití es un Estado fallido» y abogó por una intervención militar inmediata: «Lo que se necesita ahora no es un complicado plan quinquenal, sino tropas sobre el terreno, ahora»
Esta lógica también está presente en publicaciones recientes vinculadas a universidades, como el artículo «Haití está cerca de convertirse en un Estado fallido», publicado en News@TheU, de la Universidad de Miami (2024), así como en importantes centros de investigación, incluyendo los textos «¿Es Haití un Estado fallido?», del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (2019), y «Pregunte a los expertos: ¿Qué impulsa la fragilidad de Haití?», del Instituto Estadounidense para la Paz (2022).
Estos ejemplos demuestran que se trata de una narrativa estructurada, no de excepciones. A pesar de las constantes críticas al uso del término «Estado fallido» tras los efectos de la Guerra contra el Terror —que condujo, por ejemplo, al cambio de nombre del cuestionable índice desarrollado por el Fondo para la Paz, de «Índice de Estados Fallidos» a «Índice de Estados Frágiles» en 2014—, la expresión sigue utilizándose en el discurso político, académico y mediático.
Esta narrativa opera en múltiples frentes: simplifica la crisis haitiana, oculta sus raíces históricas y promueve soluciones externas como las únicas viables. Lejos de ser neutral o meramente descriptiva, se apoya en una jerarquía epistémica global que privilegia los modelos estatales occidentales, deslegitimando las formas locales de organización y resistencia. De este modo, se construye una imagen racializada que retrata al país como ingobernable, violento y dependiente, reforzando así la lógica de la intervención y el control externo.
Haití fue la primera república negra del mundo, forjada por una victoriosa revolución antiesclavista en 1804, que derrotó al ejército de Napoleón y desafió al sistema colonial imperante. Desde entonces, la historia haitiana ha estado marcada no solo por la inestabilidad interna, sino también por recurrentes injerencias internacionales, castigos económicos, ocupaciones militares y la imposición de modelos de gobernanza incompatibles con su realidad.
Ignorar este contexto histórico es parte del problema. Al insistir en la categoría de «Estado fallido», el discurso internacional ignora las causas estructurales de la crisis haitiana, como la explotación económica prolongada, la carga de la deuda histórica, las sanciones comerciales, el debilitamiento deliberado de las instituciones nacionales y el fracaso reiterado de las intervenciones extranjeras. Peor aún, este discurso justifica la repetición de las mismas soluciones que ya han demostrado ser ineficaces, al presentar el fracaso como una característica intrínseca de Haití, en lugar de como producto de procesos históricos y políticos más amplios.
Esta retórica sigue funcionando como herramienta para invisibilizar las formas alternativas de organización política en el país. Las iniciativas locales de autogestión, resistencia comunitaria y soberanía popular suelen ser borradas o deslegitimadas por no encajar en los moldes liberales occidentales. Esto refuerza la idea de que los haitianos son incapaces de autogobernarse, reinventando los discursos civilizatorios del siglo XIX bajo una apariencia supuestamente técnica
La selectividad de este discurso también es sorprendente. Los países del Norte Global que enfrentan graves crisis institucionales, erosión democrática o colapso social rara vez son etiquetados como «estados fallidos». El uso del término se concentra desproporcionadamente en los países del Sur Global, especialmente en África y el Caribe, lo que revela su naturaleza racializada y geopolítica.
A medida que el mandato de la actual Misión de las Naciones Unidas en Haití (MSS) se acerca a su fin —previsto para octubre de 2025, incluyendo el fin de la financiación internacional en septiembre—, se hace urgente reflexionar sobre los discursos que se están movilizando para apoyar la continuación o la retirada de las intervenciones externas. En lugar de profundizar en la conciencia de las soluciones lideradas por los haitianos, la retórica de la incapacidad se renueva como estrategia para legitimar la interferencia.
Cuestionar el uso del término «Estado fallido» es, por lo tanto, más que una disputa semántica. Es una batalla por las narrativas que implica reconocimiento político. Cuestionar este marco abre el espacio para análisis más justos e informados, sensibles a la complejidad del contexto haitiano. También implica desafiar los supuestos universalistas sobre qué es un Estado funcional, quién lo define y en función de los intereses de quién.
Este cambio de perspectiva requiere valentía política y responsabilidad intelectual, tanto de la comunidad política internacional como del mundo académico. Debemos reconocer el papel que desempeñan estos actores en la reproducción de las desigualdades globales y el mantenimiento de sistemas que silencian las voces periféricas.
Solo entonces será posible avanzar hacia formas de interacción más respetuosas y horizontales con Haití, reconociendo su historia de lucha, sus formas únicas de organización y su capacidad de liderazgo político. El futuro del país no se construirá sobre estigmas e intervenciones impuestas, sino sobre el diálogo, la justicia histórica y el respeto a la soberanía.
Serie de ocho artículos sobre Haití en colaboración con el Grupo de Investigación Haití: Descolonización y Liberación – Estudios Contemporáneos y Críticos, bajo la dirección de UNILA. El grupo publicó recientemente el libro: “Haití en la encrucijada de los tiempos actuales: Decolonialidad, anticapitalismo y antirracismo”.