El día siguiente a las “elecciones presidenciales” en Nicaragua, el “ganador” Daniel Ortega mencionó que los siete aspirantes presidenciales eran “hijos de perra de los imperialistas yanquis”. Encarcelados por supuesta “traición a la patria”, Ortega mencionó que ya “no son nicaragüenses” y que deberían llevarselos a Estados Unidos porque ya “no tienen patria”. Estas palabras, ejemplifican a la perfección la polarización política actual en gran parte de la región.
¿Dónde se origina esta dinámica?
El reconocido politólogo italiano, Giovanni Sartori, escribió en su libro Partidos y sistema de partidos: marco para un análisis, que la polarización política se puede entender como la distancia ideológica entre candidatos, partidos y votantes, es decir, se trata de un aspecto más de la dinámica democrática. Así como en un momento determinado puede haber diálogo y consenso, en otro habrá polarización debido a la heterogeneidad de las posiciones políticas.
Pero en la actualidad, como señalan algunos estudios, la polarización tiene un ingrediente menos empírico y más político-afectivo que la distingue del pasado y que la convierte en un problema estructural de las democracias actuales.
La polarización política deja de ser parte de la pluralidad democrática cuando se entrelazan tres elementos. En primer lugar, cuando los actores políticos rechazan participar bajo las reglas del juego democrático. En segundo lugar, cuando la pluralidad se va alineando hacia dos tendencias que convierten a la política en una zona de conflicto y no de diálogo. Y en último lugar, cuando se institucionaliza un discurso que refuerza una dimensión afectiva que se extiende más allá de lo político y atribuye características físicas e ideológicas negativas que se convierten en diferencias irreconciliables entre las dos tendencias.
Actualmente, vemos este tipo de polarización, por ejemplo, en las redes sociales. En ellas proliferan publicaciones que destacan “cualidades negativas” del “otro” y propician reacciones divisivas en las personas: te identificas con “nosotros” o con “ellos”. En este contexto, las palabras del presidente de Nicaragua cumplen con las caracterísiticas y alientan el proceso de polarización actual. Veamos.
En este quinto mandato, su rechazo a las reglas del juego —el primer elemento— se refleja a través del encarcelamiento de sus oponentes previo a la jornada electoral, de no permitir observadores electorales y de promover el voto por acarreo durante la jornada. Estos son claros indicios de un regímen que no favorece la pluralidad ni permite la presencia de adversarios.
Al mentar a sus opositores como “imperalistas yanquis”, Ortega reduce la pluralidad social a dos tendencias —segundo elemento—, por un lado quienes lo apoyan y por lo tanto son patriotas y buenas personas y, por otro lado, quienes son leales a intereses extranjeros y malas personas. Esta dicotomia identitaria exige a sus oyentes una elección.
Daniel Ortega añade la dimensión afectiva —tercer elemento— al mencionar que sus opositores no son nicaragüenses y que ya no tienen patria. Es decir, despojándolos de toda legitimidad, no sólo política sino moral, ya que vincula su disidencia con una marca valorativa: estar en mi contra es estar contra la patria.
En un régimen que no ha devenido en una dictadura “electoral”, este tipo de polarización pone en duda la labor de la democracia para ofrecer un clima de debate y reflexión. De esta manera, las personas prefieran responder a discursos que proponen soluciones tajantes optando por alimentar la polarización política.
¿Quién puede estar a salvo de la mirada inquisidora de aquellos que sienten que su patria sí les pertenece? La construcción de esa frontera, no sólo es un discurso político, es una discurso afectivo y emocional que inculca desconfianza en las personas hacia los demás. Esto está corroborado por los datos del Latinobarómetro 2021. Según el informe, América Latina es la región más desconfiada del planeta. Mientras que en el resto del mundo la confianza interpersonal, en promedio, es del 29% entre los encuestados, en nuestra región es tan sólo del 9%.
En el informe del Latinobarómetro del año anterior, se señala que “América Latina cae a su punto más bajo de confianza interpersonal desde 1996, llegando a 12%, lo que representa una disminución de dos puntos porcentuales respecto del 14% que logró en 2018.”
Actualmente y en el marco de una triple crisis de carácter económica, sanitaria y política, la polarización es un catalizador de esa sensación de desconfianza hacia los demás. La desigualdad en la región lleva a los latinoamericanos a desconfiar de las personas a su lado, pero no por considerarlas una amenaza, sino porque ante la precariedad la prioridad es “luchar” por la sobrevivencia.
Los discursos políticos como el de Daniel Ortega, no sólo son una transgresión flagrante a los valores y principios de la democracia, son una incitación a sembrar la desconfianza en el otro, en el que piensa diferente, en el que no se ve como yo, en el que habla con un acento diferente, en el que no es “nicaragüense”, “mexicano”, “venezolano”. La polarización construida sobre una dimensión afectiva destruye toda confianza interpersonal.
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Foto de Jesús Villaseca Pérez. em Foter
Autor
Profesor-Investigador del Centro de Inv. para la Comunicación Aplicada (CICA), Universidad Anáhuac México. Doctor en Filosofía Política. Coordinador del Proyecto ¿Consolidación o debilitamiento de la democracia en América Latina? en la UNAM.