Van pasando los días y la comunidad internacional observa cómo crece la incertidumbre y se reducen las certezas en torno a la crisis de Ucrania. Sin embargo, ciertos aspectos se mantienen incólumes. Por ejemplo, no hay duda de que la guerra fría entre el este y el oeste es capaz de resurgir bajo nuevas modalidades. También hay certeza acerca de que la crisis de Ucrania es parte de una confrontación entre Moscú y Washington que ha conseguido galvanizar —y desinformar— a las opiniones públicas de sus respectivos bloques, para impedir el surgimiento de una perspectiva independiente de sus relatos.
El mundo permanece expectante. América Latina observa el riesgo de una nueva confrontación militar desde la distancia, preguntándose sobre cuales podrían ser sus secuelas, y China, lejos de mantenerse como observadora, ya ha dado su apoyo diplomático a Rusia. En Estados Unidos, el presidente Biden aseguró que las tropas rusas desplegadas en la frontera invadirán Ucrania en febrero. Y en la Unión Europea, tampoco es seguro que los países mantenga un frente unido frente a Rusia, a menos que Moscú invada Kiev definitivamente. Entre otras razones, porque se mantiene desde hace tiempo un plan B que pasa por la ruptura del país.
En realidad, fue a la aceptación de la división de Ucrania a lo que en el fondo aludía el lapsus del presidente Biden días atrás cuando dijo que una intervención limitada de Rusia en Ucrania tendría sólo una respuesta moderada de Estados Unidos y la OTAN. Es decir, si Moscú se limitara a intervenir en Ucrania por el este para reunir los territorios donde habita población rusa, segmentándola del resto de país, eso sería un problema no tan grave como si interviniera en la parte occidental del país. En el fondo, Biden está señalando la solución B que ha venido sobrevolando este conflicto: la división de Ucrania.
Esa opción evitaría los riesgos que tiene para ambas partes una invasión rusa en toda regla, incluyendo Kiev. Para Moscú, porque si invadiera la parte occidental de Ucrania, perdería definitivamente la opinión pública europea, cuya división aprovecha. Para Washington, porque sabe que la OTAN no podría responder militarmente en el territorio ucranio, porque ese país no pertenece —todavía— a la Alianza Atlántica. Así las cosas, una intervención limitada, que dividiera el país, podría ser una solución de último recurso.
Desde luego, están surgiendo en Europa algunas voces contrarias a la militarización del conflicto. Varias agrupaciones políticas minoritarias como, por ejemplo, Podemos en España, son contrarias a enviar fuerzas nacionales al entorno del conflicto. Pero su “no a la guerra” apenas ofrece propuestas para su solución.
Hace algunas décadas, el otrora potente movimiento por la paz europeo había sugerido una perspectiva que parecía posible: el camino hacia la neutralidad. Esa opción recuperaba bien la memoria europea del siglo XX, sobre todo en aquellos países que habían sufrido la misma circunstancia que ahora sufre Ucrania: encontrarse en un sándwich entre las fuerzas del este y el oeste. Esos fueron, por ejemplo, los casos de Austria y Finlandia, quienes, además de Suecia, han aprovechado bien su estatuto de neutralidad.
Avanzando en esta dirección, Ucrania podría pertenecer a la Unión Europea sin pertenecer a la OTAN, como han hecho Austria y Finlandia. Un estatuto de neutralidad para Ucrania, sin demasiadas formalidades, pero reconocido por ambos bloques, sería la mejor defensa de una Ucrania sin divisiones.
Aunque no fuera totalmente del gusto de Moscú, una Ucrania neutral eliminaría los argumentos rusos acerca del riesgo para su seguridad que provoca el avance de la OTAN hacia sus fronteras, que tanto convence a sus ciudadanos. Desde luego, del lado occidental, la neutralidad de Ucrania significaría abandonar su propensión al viejo atlantismo de la guerra fría; algo de lo que no parece estén dispuestos a desprenderse, sobre todo Washington, que acaba de responder con un rotundo NO a la petición rusa de acordar que Ucrania nunca formaría parte de la OTAN.
Sin embargo, el surgimiento de una corriente de opinión favorable a la neutralidad de Ucrania en Europa favorecería enormemente una opción propiamente europea de seguridad, que fortalecería la distensión y los intereses de intercambio comercial con Rusia, comenzando por los productos energéticos.
La pregunta es: ¿de dónde podría surgir esa corriente de opinión? Los antiguos movimientos pacifistas han dejado de existir o se han transformado en organizaciones de estudio o de asistencia humanitaria. Los grupos políticos minoritarios que rechazan la amenaza de guerra no pueden desprenderse de su sospecha de favorecer a los intereses de Moscú. Los partidos conservadores absorben sin dudas el relato atlantista renovado. Y la socialdemocracia se muestra dividida en este tema en los principales países europeos.
No obstante, parece evidente que el país que más ganaría con esta perspectiva de neutralidad es precisamente Ucrania. No sólo porque recuperaría una seguridad estable, sino porque podría poner en práctica uno de sus mayores sueños económicos: hacer de puente entre los mercados de Rusia y la Unión Europea (hoy los productos ucranios tienen como su destino principal el mercado ruso). Pero esas ventajas también deben quedar claras en la propia Ucrania, cuya opinión pública sigue estando dividida.
Una corriente favorable a esa perspectiva de neutralidad, semejante a la de Austria o Suecia, podría impulsarse también mediante los buenos oficios de Naciones Unidas. Pero las palabras pronunciadas por su Secretario General, Antonio Guterres, no han sido muy afortunadas al afirmar que está “completamente seguro que Rusia nunca llegará a invadir Ucrania”.
La confianza de Guterres no debiera ser la base de la actuación de las Naciones Unidas ante este conflicto. Pareciera que la capacidad de iniciativa, con suficiente audacia y solvencia, no es hoy un atributo que posea el organismo internacional que se supone debe defender la paz mundial. Si el conflicto armado se produce, se demostrará una vez más que la comunidad internacional —incluyendo América Latina— no parece haber aprendido mucho en términos de prevención, ni siquiera después de haber padecido una pandemia.
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Autor
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Univ. de Leeds (Inglaterra) con orientación de R. Miliband.