La pandemia ha generado el colapso del sistema de salud, aunque hace tiempo que la salud pública ha perdido el interés de la sociedad. Los medios periodísticos se hicieron eco del paro de los médicos en Neuquén, pero destacando los costos que este tipo de medida genera sobre la producción de Vaca Muerta (VM). Omar Gutiérrez, gobernador de la citada provincia argentina, destaca el carácter “netamente político” del paro.
VM se presenta como una oportunidad única para el desarrollo del país: pura ganancia. Se presenta al gas como vector de transición. A diferencia del petróleo, su aprovechamiento no involucra incrementar el volumen de emisiones de carbono. Pero pocos hablan de los costos ambientales que genera la actividad, los cuales, tarde o temprano, terminan siendo afrontados por la sociedad. O los efectos sobre la salud que impone el fracking, asociados con la utilización de químicos o a partir del mal manejo de residuos. Poco importa si debe imponerse una “zona de sacrificio”, la actividad genera beneficios para las mayorías. Esta sería la lógica que aceptan todos, neoliberales y neoextractivistas por igual.
Los vientos están cambiando de dirección
Pero los vientos favorables que antaño auspiciaban el despegue están cambiando de dirección. Toda esperanza de salvarse a partir de la exportación de gas podría terminar evaporándose en el aire. Lamentablemente, el metano no se disuelve tan fácilmente. Un informe de Naciones Unidas a publicarse en los próximos días destaca los efectos nocivos que conlleva la emisión de este tipo de gas en la atmósfera terrestre.
A diferencia del dióxido de carbono que se mantiene por cientos de años, el metano perdura poco tiempo (aproximadamente una década) aunque resulta mucho más peligroso. Según plantea el panel intergubernamental de expertos en cambio climático (IPCC), el efecto del metano sobre el calentamiento del planeta resulta 86 veces más fuerte que el generado por el CO2 (¡por ello, se referencia al metano como carbono con esteroides!). Por esta razón, y a fin de reducir rápidamente el calentamiento global, un creciente número de expertos sugiere abandonar los proyectos gasíferos.
La condena que genera la explotación repercute más allá del ambientalismo. Existe desinterés entre los inversores por financiar nuevos proyectos y las compañías líderes se apresuran en vender activos. Un creciente número de empresarios temen que el gas se convierta en el nuevo carbón. La premura por salir se vincula al temor de quedar patrimonialmente expuestos: sus activos pueden desvalorizarse mucho antes de lograr amortizar sus inversiones.
El estado de California acaba de informar la prohibición del fracking a partir del 2024, y en pos de reducir la emisión de metano, la administración Biden ha decidido revertir el trato benevolente adoptado por Trump con el sector. En pocas palabras, las medidas restrictivas ganan adeptos, pues disminuir el nivel de emisiones de metano representa el medio más rápido y efectivo para cumplir el objetivo pautado en el acuerdo de Paris.
Crece el consenso por un “new greendeal”, una marea que ahora arriba a ambas costas del Atlántico Norte. Mientras tanto, Asia-Pacífico sigue invirtiendo en tecnologías renovables, con la triada compuesta por China, Japón y Corea del Sur liderando producción e innovación a nivel global. Ello explica la continua reducción en los precios de equipos renovables, mayor competitividad que permite a la industria desplazar a cualquier proyecto no renovables.
El avance no es lineal. Si bien la industria petrolera ya no desconoce los efectos nocivos que genera su producción, poco hacen para revertirlo: el negacionismo de ayer ha mutado al imposibilismo, tal la descripción del científico estadounidense Michael Mann en su libro más reciente The New Climate Wars. Idéntica actitud también es observada entre los países productores de petróleo de la región, como México o Argentina que persisten en su apuesta al fracking.
Repensar la política energética
Todo ello debería obligar a actuar por el bien común y repensar la política energética. Sin embargo, en el presupuesto elevado por el gobierno argentino se plantea «fomentar el desarrollo de yacimientos convencionales y no convencionales, así como la exploración costa afuera de hidrocarburos. Las obras de infraestructura acompañarán esta proyección”. Estableciendo al gas como «vector fundamental para alcanzar la transición energética, (…) sin perder de vista la posibilidad de generar saldos exportable”.
A los subsidios originales, este año se le sumarían, al menos, unos US$ 550 millones de fondos que se asocian al impuesto a las grandes fortunas. Estos beneficiarán el financiamiento de programas y proyectos de exploración, desarrollo y producción de petróleo y gas natural, en principio realizados por YPF. De esta manera se sigue describiendo al gas como vector, se destinan más y más fondos y se ocultan los efectos que genera la actividad.
Desde una mirada pública, deberíamos reconsiderar el porqué de la situación actual. A fin de fomentar una actividad que, a todas luces, no resulta económicamente viable, el gobierno de Argentina mantiene los subsidios y se embarca en un mayor déficit fiscal.
Se podrían redireccionar recursos a la demanda, con créditos blandos para refaccionamiento de hogares (estimulando el uso de doble vidrio para aislación térmica), o con transformaciones en el transporte público (racionalización del sistema, subsidios para la remodelación del transporte colectivo para modelos eléctricos).
Todo ello conllevaría a una reducción, aunque paulatina, en la demanda de gas. Tampoco podemos pensar en resolver, en lo inmediato, el problema fiscal o la creciente brecha externa que genera un precio subsidiado. Pero debemos pensar a la transformación como factible. Basta ver la reconversión del sistema de transporte en el área metropolitana de Santiago de Chile. También se podría analizar la experiencia iniciada por Gustavo Petro en Bogotá con los taxis eléctricos, cuyos defectos pueden servir al momento de diseñar la transición. No se necesitan más fondos, lo que se necesita es decisión política.
Las noticias que llegan de la provincia de Neuquén no solo resultan sesgadas, evidencian también el escaso valor que, como sociedad, asignamos al bien común. Como planteara el gobernador Omar Gutiérrez, el paro mostraba un carácter político. Ciertamente lo fue. Pero también es política la indecisión generada en torno a la ley de biocombustibles, así como seguir otorgando subsidios a VM o desfinanciar la salud pública.
Desconocer o considerar como inevitables los efectos nocivos que genera esta actividad también es una decisión política. Es un costo que impone el desarrollo, aún cuando ello resulta, a todas luces, irracional. Una decisión que prioriza los beneficios de unos pocos y las ganancias de corto plazo.
Autor
Investigador Asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad - CEDES (Buenos Aires). Autor de “Latin America Global Insertion, Energy Transition, and Sustainable Development", Cambridge University Press, 2020.