Escenario: una cárcel argentina a principios de los años ochenta. Oscura por cárcel, oscura por sórdida, oscura por contexto, oscura por denotaciones, oscura por la atmósfera tormentosa. Hora de las visitas. A un lado de las rejas, el de los libres, Molinuevo; al otro lado, su amigo durante décadas, y durante décadas, socio en una fábrica de botiquines, Bonifatti.
Conversan. El libre, con la melancólica alegría de los argentinos libres. El preso, con la resignación de quien ha entendido que los pecados han de ser pagados de alguna manera, y aunque los suyos ―la soberbia, el adulterio― suelen ser pagados en dolor, humillación y orgullo, la vida decidió cobrárselos sencilla y cruelmente con rejas.
Se aprecia el reflejo de un relámpago. Segundos después, brama el correspondiente trueno. Molinuevo, el libre, sentencia: “Con una buena cosecha nos salvamos todos”.
Andrés Rivarola, investigador del Instituto Nórdico de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo, supo captar toda la potencia de aquella frase; las claves idiosincráticas que se esconden tras ella. Y, no menos importante, su rotunda actualidad. En efecto, conserva su valor intacto pese a los 40 años transcurridos desde que Plata dulce llegara a los cines. El contenido de estas líneas es de mi exclusiva responsabilidad, pero le debo al profesor Rivarola que me pusiera en la pista de esa mina de oro contenida en apenas siete palabras.
En todo caso, ¿por qué hablar de todo esto precisamente ahora? Porque los oceanógrafos de la política latinoamericana ya se han puesto a pregonar la llegada de una nueva Marea Rosa: Alberto Fernández en Argentina, Gabriel Boric en Chile, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, posiblemente Gustavo Petro en Colombia, probablemente Lula da Silva en Brasil… Pregón que resulta muy interesante como inicio de análisis; el problema es que suele ser también su final. El asunto comienza con un buen título, y acaba en nada más que un buen título. Como si la coincidencia de presidentes con características ideológicas similares implicara algo por sí misma. Como si estuviera linealmente atada a unas consecuencias previsibles, incluso irrevocables. Y evidentes, tan evidentes que no haría falta nombrarlas. Por lo tanto, en efecto, no se las nombra. Gran negocio para quien vive de crear titulares; pésimo horizonte para quien aspira a entenderlos.
Dicho en otras palabras: puede que concurran en el tiempo un número de mandatarios con propuestas convergentes; ¿y entonces qué? ¿Qué cambia que sean tres, siete o quince? ¿Acaso esa concurrencia incrementa espontáneamente el vigor con que persiguen sus objetivos? ¿Es que cada presidente cogobernará en todos los demás países que dibujen la línea cotidal? ¿Existe siquiera un plan, un documento, una hoja de ruta para actuar conjuntamente? Y si no lo hay, si la coincidencia no cristaliza en constelación, ¿qué interés tiene como mero asterismo?
De todas las anteriores, quedémonos con la pregunta inicial, que es la más abierta: ¿y entonces qué? Entonces, que igual que Molinuevo lo fiaba todo a esa única cosecha, los publicistas de la Marea Rosa 2.0 parecen fiarlo todo al asterismo: “Con una nueva Marea Rosa nos salvamos todos”.
Es la cultura del milagro: que una lluvia bendiga nuestra cosecha y nos haga ricos de una vez para siempre; que un caudillo enderece mágicamente nuestro destino político; que una coyuntura internacional luminosa multiplique el precio de nuestro petróleo, nuestra soja, nuestro litio; que una Marea Rosa corrija para siempre el rumbo de nuestra economía, el estatus de nuestra pisoteada identidad regional y nuestro peso específico geopolítico en el escenario global. Ahí es nada.
No es que no se sepa exactamente cómo operará la nueva Marea Rosa para alcanzar sus objetivos; es que ni siquiera parece tener interés: lo que importa es que coincidan muchos presidentes del mismo signo político. Como si lo importante fuera exhibir el poder simbólico de la cantidad, y resultara irrelevante la articulación efectiva de esa capacidad.
Hagamos, no obstante, tres suposiciones que nos permitan saltar directamente hasta el final de una Marea exitosa de diez o quince años.
Primera suposición: que los heraldos de la Marea 2.0 tienen vía libre para un optimismo integral porque no tomaron nota de lo que ocurrió con la versión 1.0. De los obstáculos que se encontraron sus presidentes integrantes tanto dentro de cada país como fuera. De la falta de capacidad y la falta de voluntad política. De la aparición de efectos colaterales inesperados que obligaron a paralizar ciertas reformas, a revertir otras, a limitar las terceras a discurso y maquillaje. De la ambición de poder, las disputas internas, las traiciones y los intereses —que los hay en torno a los presidentes de la Marea Rosa, igual que alrededor de cualquier otro jefe de Estado—. De la distancia entre las promesas de campaña y la política real. Supongamos, pues, que no habiendo apuntado nada de esto, es posible recibir la nueva Marea con expectativas intactas.
Segunda suposición: que, una vez instalados en el poder, todos los presidentes de la nueva ola realmente tuvieran intereses compartidos y que consiguieran llegar a acuerdos concretos para materializarlos.
Tercera suposición: que, tras dos o tres lustros de Marea Rosa II, las economías afectadas florecen, las identidades nacionales y regionales se yerguen orgullosas ante el mundo, y América Latina se ha transformado en una pieza clave del tablero político global.
¿Qué ocurriría después de esos diez o quince años? A medida que nos acercamos a la respuesta se nos va poniendo cara de Molinuevo. Demos un pequeño rodeo para explicarlo.
Lo normal, lo esperable, lo deseable en una democracia es que tras dos o tres Gobiernos de un determinado color político, la alternancia lleve al poder a uno de signo opuesto. Utilícense las etiquetas que se quiera: izquierda y derecha, progresismo y conservadurismo, socialismo y (neo)liberalismo… en un sistema democrático, se turnan en el ejercicio del poder. Hay una alternativa, naturalmente: que en lugar de Molinuevo se nos ponga cara de Daniel Ortega. En ese caso, puede un presidente permanecer en el poder vitaliciamente y que sus políticas se mantengan intactas.
Pero en el caso de las democracias liberales, que es el que nos interesa, la alternancia en el poder permite la radical transformación, derogación y retracción de las políticas del Gobierno anterior. Solo hay un mecanismo para que esto no suceda: que las medidas de gran calado, las que definen el futuro nacional, sean pactadas por los principales grupos políticos del país.
Que los grandes temas se aborden mediante políticas de Estado, que vayan a ser respetadas por la oposición cuando deje de ser oposición. Que vayan a ser respetadas porque no le fueron impuestas por la fuerza de la mayoría de un determinado momento, sino que participó ella ―la oposición― en su elaboración. Que vayan a ser respetadas porque esas normas recogen también algunos de sus puntos de vista, algunas de sus reivindicaciones. Que vayan a ser respetadas por lo caro que le saldría, una vez en el poder, dinamitar los grandes puentes tendidos en el pasado.
¿Empieza el lector a hacerse una idea de cómo es la cara de Molinuevo? Es cara de “con una buena Marea Rosa nos salvamos todos”. Cara de quien espera que lo que la nueva Marea Rosa haga, nunca más nadie lo deshaga.
Pero eso no puede ser, y además es imposible: esperar que una Marea Rosa nos salve es tan disparatado como esperar que lo haga una Azul, Gris o Verde. No es cuestión de color político; el problema consiste en esperar de esos Gobiernos la imposición de determinadas políticas, en lugar de esperar la consecución de acuerdos a largo plazo con el resto del arco político nacional. Si ocurre lo primero, el resultado está escrito: tales medidas durarán lo mismo que el Gobierno.
Como diría un oceanógrafo: no olvidemos que a una corriente de flujo, siempre, siempre, siempre le sigue una corriente de reflujo.
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Autor
Politólogo y Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Especializado en la sucesión del poder y la vicepresidencia en América Latina.